domingo, 11 de julio de 2010

Con Miedo al Tiempo II.- Sandra


II. Sandra


Sales de casa muy temprano, dueña de una seguridad que desde siempre has poseído, y que te permite, con la elegancia de una reina, caminar por las aceras de las calles. Esta mañana, como todas, luces impecable con tu traje sastre negro, perfectamente ceñido al 1.65 de tu cuerpo. Tu piel blanca y vestimenta contrastan. Te dan un aura de misterio, armónicamente acentuada en tus labios matizados de rojo pasión. A cada paso, tu cabello rizado oscuro (que ahora te llega a media espalda) se mece suavemente con el viento; tus ojos, color verde vida, siguen siendo los mismos de hace ocho años.

Cuatro cuadras adelante, entras a la estación del metro ‘Escuadrón 201’. Miras de reojo a la gente que hace fila para adquirir sus boletos de última hora. Tú, previsora como siempre, sacas uno de tu bolso negro, acción que te ahorrara tiempo y esfuerzo. Como en la universidad, estas al pendiente de hasta el más mínimo detalle para aumentar tu eficacia en cualquier ámbito de la vida.

Inmediatamente, te diriges al andén. Pacientemente esperas el arribo del transporte metropolitano que diariamente te lleva hasta el trabajo. Fijas tu mirada en un punto fijo de las vías, e irónicamente, sonríes. No deberías estar ahí, desde hace tiempo tienes el dinero suficiente para comprar un automóvil medianamente aceptable. Si no fuera porque tu orgullo lo harías. Maldito orgullo, no te permite ser como los demás. Lo que en realidad quieres es un lujoso auto importado, un Audi A2 del que desde siempre has estado enamorada. Por eso prefieres ahorrar y dejar de darte lujos, pues para ti no hay imposibles en la vida. Para ti es un calvario viajar en el metro, –solo serán unos meses- piensas para ti misma, al tiempo que la puerta de un vagón se abre frente a ti.

En segundos entras, tan rápido que ni siquiera percibes que yo, tu secreto observador, te sigo la pista desde que saliste de casa, y que ahora, voy en el vagón de atrás, cuidándote a través del cristal que nos separa. Un humilde obrero te cede un asiento, mismo que sin empacho alguno aceptas. Aunque ni cuenta te das, pasamos las estaciones de Aculco, Apatlaco e Iztacalco. Tú prefieres ir leyendo los informes de un importante caso, que el Jefe del despacho te confió gracias a tu probada capacidad como abogada.

Justo entre las estaciones de ‘Santa Anita’ y ‘La Viga’ los vagones se detienen momentáneamente. Tú sigues leyendo. Me atrevo a dejar de mirarte para hundirme en mis propios recuerdos y pensamientos, que desde luego, tú protagonizas.

Te veo a lo lejos y pienso en la primera vez que te vi, hace ocho años. Tenías dieciocho años, dos más que yo. Acababas de entrar a la licenciatura de Derecho en la Universidad Intercontinental (UIC), aunque hubieras preferido estudiar en el extranjero. Yo en cambió, fui el hijo mayor de una humilde familia, formada por mis padres y mis hermanos Jorge y Alejandro, gemelos cinco años menores que yo. Desde muy temprana edad quería ser escritor, no por gusto, sino por ser lo que menos mal hacia.

Por ese entonces yo cursaba el quinto año en un colegio de bachilleres cercano al Reclusorio Sur. Ahora que lo pienso, si las cosas hubieran seguido así ahora todo sería muy diferente, no te hubiera conocido y mucho menos tendría que estar siguiéndote por todos lados a escondidas. El momento en el que mi destino se torció, fue justo cuando reubicaron a mi papá de su lugar de trabajo en Iztapalapa, para colocarlo en unas oficinas nuevas, en la Comisión de Aguas del Distrito Federal, cercanas a Periférico Sur. Aquel movimiento fue parte de las reformas y reestructuraciones que el presidente Ernesto Zedillo realizó en varias dependencias del gobierno a lo largo de 1997.

Como papá estaría en el turno vespertino, contaba con el tiempo suficiente para pasar por mí de camino a su trabajo. Las tardes, mientras él trabajaba, yo las emplearía en un curso de francés al que mi mamá decidió inscribirme con el discurso de que ‘un escritor debe saber varios idiomas’.

Así, con más resignación que entusiasmo, ingresé al dichoso curso, impartido por cierte, en la UIC. Al entrar en aquella prestigiosa universidad me sentía bicho raro, tanto por ser el más pequeño de la clase como por ser el de origen más humilde (en ese entonces, vivía en el corazón de una colonia popular cercana a Neza). Esto sin contar con el detallazo de que papá diariamente pasaba por mi en una camioneta Caribe, modelo 83.

El curso tendría una duración de cinco meses. De agosto a diciembre con un horario de cuatro de la tarde a siete de la noche. Estando en el salón, donde no pasábamos de quince. El primer día, mientras sentado en mi pupitre esperaba el inicio de la clase, entró la niña más linda que hasta ese momento había visto en mi vida. Su inocencia me perturbó tanto, que jamás, ni en esa clase ni nunca más pude sacarla de mi mente. Minutos después entró la profesora, pasó lista y escuché por primera vez tu nombre, aquél que desde entonces, se convirtió en mi oración: Sandra Basú. Y ahora te tengo de nuevo, tan cerca de mí, a un vagón de distancia.

Hace un mes volví a saber de ti, tiempo que me ha bastado para ser tu sombra y saber todos tus movimientos, desde los lugares que frecuentas hasta la marca de lápiz labial que usas. Detalles insignificantes, pero indispensables, para considerarme digno del calificativo de ‘tu más fiel y no correspondido enamorado’ ¿o es mejor utilizar el adjetivo de ‘pobre diablo’?. El caso, es que gracias a estos días de obsesivo seguimiento, sé que bajas en la siguiente estación y a transbordar de línea.

Se abren las puertas y desciendes. Contrario a lo que pasa contigo, que atraes miles de miradas, la gente apenas y repara en mi presencia. Vestido con un pantalón de mezclilla roto, una vieja y descolorida gabardina negra, lentes obscuros y unos zapatos sucios; nadie pone atención en la pobreza de mi vestimenta, quizá por miedo a verse reflejados en mi. Abriéndote paso entre el mundo de gente, atraviesas de un lado a otro la estación ‘Salto del Agua’. Como siempre, te detienes para comprar un ejemplar del Excélsior. Sigue gustándote estar bien informada. Pagas con un billete de cien pesos y mientras esperas el cambio, un anciano (con parte de su pierna cangrenada) se acerca con ayuda de su bastón y te pide limosna. Recibes el cambio, aparentas no haber escuchado nada y te alejas rápidamente del infortunado viejo. Sinceramente, no entiendo tu actitud, la antigua Sandra no lo hubiera dejado desamparado. Antes compartías todo, tenías un alma compasiva y bondadosa... ¿qué te pasó corazón mío, en qué momento extraviaste nuestro rumbo?

Llegas a un nuevo anden. Tan inmersa en una noticia que lees sobre política nacional que me permito pararme tras de ti, a sólo unos centímetros de distancia. Tan cerca como hace años no estaba. Aspiro tu aroma, el ‘Emporio Armani’ sigue siendo tu favorito. Al menos para mí, éste es un momento mágico, interrumpido por la ruidosa irrupción del tren que se acerca a la estación.

De nuevo abordas el transporte público, con la diferencia de que ahora vamos en el mismo vagón. Las estaciones de Balderas y Cuauhtémoc se suceden con la misma rapidez con la que lees varias notas sobre los intrascendentes debates entre los precandidatos a la presidencia del país.

La gente te mira. Tú sigues leyendo. Aprovecho una vez más para visitar el pasado. En un principio, el dichoso curso de francés fue un calvario para mí. Lejos de ganarme la simpatía de mis compañeros, prefería hacer lo imposible por ganarme el odio de todos en clase. Le contestaba mal a la maestra. Si había trabajos grupales prefería no abrir la boca ni en defensa propia. Inclusive, había tardes en las que de plano me salía a media clase sin la necesidad de dar pretexto alguno. Bastaron un par de días para que todos en el salón me consideraran el típico inadaptado, blanco de las más crueles burlas. No sé si todo este asunto tenía un poco de masoquismo de mi parte, pues hubiera bastado que hablara con mis papás, para que inmediatamente me dejaran desistir del curso. No lo hice. Preferí seguir resistiendo esas tardes infernales con tal de seguir viendo a Sandra, quién a pesar de no dirigirme la palabra, por lo menos se abstenía de participar en el odio generalizado hacia mi persona.

El que fueras la única que me respetaba hizo que mi fijación hacía ti aumentara. Sabía muy bien que si tu novio de ese entonces, todo un galán de 1.90 de estatura y miembro de la selección de fútbol de la universidad, se enteraba de mis secretas pretensiones, no duraría en molerme a palos. Si la memoria no me engaña, el cotizado lateral izquierdo del equipo, te esperaba celosamente todas las tardes afuera del salón.

Justo al cumplirse cuatro meses del inicio del curso, la actitud de la mayoría de mis compañeros de clase y mis calificaciones cambiaron para bien. Igual que mi suerte. El destino tuvo la buena puntada de colocarme como pareja de Sandra en uno de los trabajos finales. Quedamos de vernos en un restaurante un soleado sábado de noviembre. Para mi sorpresa, ella llegó sin su novio fortachón y con la mejor actitud de trabajar y sacar adelante la tarea, tanto que terminamos en dos horas. Afortunadamente, Sandra no se marcho y permanecimos más de tres horas charlando de todo y nada; talvez necesitabas desahogarte con alguien, hablar de lo vacía que hasta ese entonces era tu vida; ó probablemente, era yo el que después de tanto buscar, por fin encontraba alguien con quién poder conversar y sentirme yo mismo.

Si encontrarte fue una bendición, retenerte era una obligación. Torpemente me decidí a pedirte una nueva cita. Decidida y alegremente dijiste que sí. Nuestro trabajo fue un éxito, al igual que nuestro segundo encuentro en un Sanborns. Empezamos a frecuentarnos más seguido; y así, cada fin de semana preferías salir conmigo, humilde escuincle dos años menor, que con tu atlético noviecillo, él cual, obviamente no era estúpido y comenzó a darse cuenta que su princesita de cristal salía con alguien más.

El curso llegó a su fin. Logré aprobar con un escueto 7.3. En cambio, tú te sentías inconforme con el 9 que obtuviste. Nuestras charlas cada vez eran más interesantes, más personales, más necesarias.

El frío invierno del noventa y siete hizo su aparición. Al paso de los días tuve la necesidad de hablarte de mis sentimientos, decirte que poco a poco, este, tu triste amigo, se estaba enamorando de ti. Un sábado de diciembre, el Parque México de la colonia Condesa, se volvió testigo de nuestro primer beso. Sintiéndome más niño que nunca te pedí que fueras mi novia, que me acompañaras en esta vida por siempre. En tono abatido respondiste -Tengo novio osito, ¿recuerdas?, pero si tú quieres podemos seguir siendo amigos. ¿Me bastaría con decirte que fue la primera de muchas veces que me rompiste el corazón? Te lloré por noches enteras, quería morirme.

El tren se detiene en la estación Sevilla. Desciendes. Te sigo. Aprovechas para tirar en uno de los botes de basura el periódico que hace unos minutos compraste. Lo olvidaba, te fastidia estar cargando cosas.

Sales de la estación y doblas en la calle de Toledo, donde tu amiga Mariana da clases de yoga en el edificio con el número 73 y las que asistes casi religiosamente cada sábado por la mañana. Llegas a Reforma y de reojo miras el reloj en tu muñeca derecha. Diez para las diez de la mañana. Aún falta algunos minutos para tu hora de entrada al trabajo. La puntualidad desde siempre se te ha dado. Caminas tres cuadras más. Te pierdes de mi vista cuando entras al Despacho Jurídico Becerra-Hernández. Paty la recepcionista te dará la bienvenida y te dirá que recibiste un ramo de margaritas, flores que obviamente, deben seguir siendo tus favoritas. De seguro las recibirás con una sonrisa. Pensaras que te las mando tu actual novio y prometido, ese tal César que es un incompetente, y que dice conocerte, a pesar de creer que prefieres las rosas rojas.

Pobre diablo. Las margaritas las mande yo.

A las tres, saldrás a comer al VIPS más cercano con tu colega Jazmín y tu secretaria Tamara. Como cada lunes pedirás sopa de tallarines con pollo, enchiladas y un helado de café como postre. Hora y media después, regresaras a trabajar dos horas más. Para verte por fin, a las seis y media con César, que pasará por ti para ir a cenar como diariamente dicta la rutina. Me gustaría quedarme esperando a que salgas, pero tengo que realizar varias diligencias. No te preocupes muñequita mía, hoy por fin es el gran día, hoy por fin volverás a saber de mí. Nos vemos en la noche.


Próxima entrega
Parte 3 de 7: Félix.

Con Miedo al Tiempo. Crónica de una obsesión en primera, segunda y tercera persona.

2 comentarios:

Victoria dijo...

antes de saber el final, ME TIENES PICADISIMA! has pensado convertirlo en un guion?, algo que pudiera servir para una serie o algun proyecto de cine?
dime como te contacto
vnaranjos@inteliaproducciones.com

soy tu fan Kñon!

gabriel revelo dijo...

vic: qué bueno que está gustando. la verdad no he pensado en ella como guión ni nada parecido... no sé, ni se me había ocurrido. puedes contactarme vía mail gabriel_rgg@hotmail.com ¡Saludos!