lunes, 26 de agosto de 2013

El día que rompí la manguera del camión del gas

El día que rompí la manguera del camión del gas también pasaron otras cosas; fue un sábado de mayo del 2004…

La noche anterior había llegado de Monterrey pues fui por unos días a un evento universitario con mis amigos. Ese sábado tenía examen de francés a las 8, así que, a pesar de casi no haber dormido me levanté temprano para salir cuanto antes rumbo al escuela. Me subí al auto y salí a toda prisa, tanta que pasé a lado de un camión amarillo que abastecía gas estacionario a una casa y no sé cómo, la manguera del gas se atoró en una de las llantas de mi coche. Escuché unos gritos pidiéndome que me detuviera, pero era tanta mi prisa que aceleré más. Entonces por el espejo retrovisor vi como del camión salía una gran nube de gas mientras los trabajadores seguían pidiéndome desesperados que frenara. Me detuve y los trabajadores de la empresa de gas se acercaron corriendo para zafar la manguera de las llantas de mi vehículo y evitar que se la manguera continuara rompiéndose.

Uno de los trabajadores me preguntó cómo le íbamos a hacer, pues debía hacerme responsable por lo que había roto. Les dije que no había sido mi culpa, que no me haría responsable y me fui ¡pues qué se andaban creyendo, todavía que dejaban una manguera atravesada a media calle!

Así era más o menos el camión:


Reconozco que en el trayecto hacia la universidad fui un tanto nervioso por lo que acababa de pasar, no sabía si mi graciosada me traería consecuencias o no ¿qué tal si mi colonia volaba en mil pedazos? Al llegar a mi universidad la historia del camión del gas pasó a segundo término…

El día que rompí la manguera del camión del gas también tenía programado un examen de francés al que la maestra no llegaba, lo anterior en parte me hizo suspirar de alivio, pues para ser honesto en Monterrey no estudié un carajo (a pesar de que hice la ridiculez de llevarme los libros y cuadernos de la materia en la maleta). Me disponía a darle un repaso a mis apuntes cuando entonces entró ella, la chica que en ese entonces me gustaba y con la que ya había andado meses atrás. Días antes de irme a Monterrey habíamos quedado en pensar las cosas para ver si volvíamos.

Salí a platicar con ella de cualquier tontería y tras unos minutos acordamos que sí, volveríamos a intentarlo y nos hicimos novios de nuevo. Para esas alturas de la mañana ya ni me acordaba de la manguera que una hora antes había roto y mucho menos de la preocupación que me había causado el saber si mi casa había explotado o no.

El día que rompí la manguera del camión del gas también volví con mi ex novia. Estaba flotando sobre algodones cuando entró un encargado de la coordinación de idiomas y nos dio la noticia: la maestra de francés no podría llegar ese día. Ya se imaginarán, pensaba que aquel era de los mejores días de mi vida: conseguí novia, no tuve el examen para el que no había estudiado nada y además tenía el resto de la mañana libre.

Lo malo es que el encanto se rompió cuando sonó el teléfono celular, era mi mamá (por lo menos al escucharla supe que mi casa no había explotado) avisándome que habían llegado los señores del camión del gas para contarles lo que había hecho, pues un vecino del que algún día me vengaré por chismoso, les dijo en qué casa vivía.  Ahora los señores del gas, que venían acompañados de un policía, pedían más de 5 mil pesos para arreglar mi desperfecto. Le prometí a mi mamá que volvería pronto para arreglar el asunto.

Y sí, volví pronto pero no luego luego, ya que todavía estuve un par de horas tonteando con mi ex novia que ya no era mi ex. Como ella tenía que ir a un curso pasé a dejarla a una estación del metro alrededor del medio día; nos despedimos y volví a casa.

Conforme iba acercándome a casa me empecé a preocupar por el dineral que seguramente ya debía, eso sin contar que quizá ya tenía una denuncia penal en mi contra y pasaría varios años en prisión. Lo malo es que aun así andaba muy contento a causa de mi romance recién reestrenado.

Llegué a casa con cara de seriedad y preocupación (aunque repito, estaba muy feliz) pues no quería verme tan mal hijo. Cuando encontré a mi mamá muy quitada de la pena supe que las cosas seguramente se habían solucionado. Y así fue, según me contó, justo cuando los señores del gas estaban afuera de mi casa discutiendo mi acto vandálico, pasó uno de nuestros vecinos, el cual es abogado y le dicen “El Fish”. Al ver la situación intercedió por mí y no sé de qué triquiñuelas jurídicas se valió para hacerle ver a los señores del gas que la cantidad que pedían era una exageración y que además ni era legal lo que estaban haciendo. Finalmente sólo se les pagaron menos de dos mil pesos y hasta firmaron un papel para que ya no me cobraran ni culparan en un futuro por lo sucedido.

Mi imprudencia pudo haber salido muy cara, pero al parecer ese día la buena suerte estuvo de mi lado. Si hicieran la versión en cine de esta historia, así sería el póster:  


El día que rompí la manguera del camión del gas y casi provocó una explosión a media calle también me libré de un examen de francés y volví con mi ex novia ¡todo eso en menos de 6 horas!

Mes y medio después corté con esa ex novia con la que había regresado y pus… volvió a ser mi ex novia, pero esa es otra historia que de momento no me da la gana contarles. Sólo quería que vieran lo intensa que es mi vida, bueno, a veces.  

jueves, 22 de agosto de 2013

Nace un ídolo (The Jazz Singer)


Una tarde de hace muchos años mi papá llegó a casa con una cinta en formato Beta. Cuando le pregunté qué película era me respondió que Nace un ídolo. Inmediatamente la puso y me invitó a verla. Entonces debí haber tenido cuando mucho 10 años y no sospechaba que estaba por ver una de las películas que más me marcarían en la vida.

Esa película no era de caricaturas, ni siquiera tenía temática infantil, al contrario, era de las que consideraba “para grandes” y por lo tanto, lo más normal habría sido que no le entendiera, o en el mejor de los casos que me aburriera. Sin embargo pasó todo lo contrario, me enamoré de su temática, de la trama y de los hilos que hasta la fecha Nace un ídolo me ayuda a tejer con mi papá.

Su título original es The Jazz Singer, y es una película estadounidense estrenada en 1980, remake del clásico del mismo nombre de 1927. Fue protagonizada por el cantante Neil Diamond, Sir Laurence Olivier, y Lucie Arnaz. La historia gira alrededor de Yussel Rabinovitch un joven judío que desea ser estrella de la música, pero que se ve limitado a seguir sus sueños por las estrictas tradiciones de su religión y familia. Cuando parecía que Yussel debía conformarse con sólo cantar en la sinagoga de su barrio judío en Nueva York, le llega la oportunidad de escribirle una canción al afamado cantante de rock Keith Lennox, a lo que tanto su mujer Rivka como su padre Cantor Rabinovitch se oponen.


Durante su colaboración con Lennox, los dirigentes de la empresa discográfica descubren el talento de Yussel y le proponen lanzarlo a nivel mundial. Así, ante el descontento de su mujer y las creencias ortodoxas de su propio padre, se marcha a California donde intenta hacerse una carrera en la música y dónde además conoce a otra mujer de la que se enamora y que cree en él, pero cuyo amor lo aleja más de sus raíces y su familia.

Además de que la película me parece de lo más bella y tiene unas escenas realmente conmovedoras, está el factor de la música. Neil Diamond era uno de los ídolos de mi papá, por lo que escuchar las canciones de este cantante y compositor fue una constante durante mi infancia y adolescencia. Esos temas los escuchaba mientras mi papá lavaba el carro o cuando salíamos de viaje y los cassettes de Diamond nunca podían faltar para amenizar nuestras horas de carretera.

No sé cuántas veces en mi vida he visto esa película ni tampoco las veces que he escuchado las canciones que aparecen en ella, pero lo cierto es que a poco más de 10 años de la muerte de mi papá, Nace un ídolo o The Jazz Singer (como más les plazca decirle) sigue provocándome una avalancha de sentimientos. Me basta cualquier referencia a esa película para sentirme conectado a mi papá y traer de vuelta una época de mi vida que atesoro y añoro con todas mis fuerzas.

* * * * *

El pasado domingo en la sección de discos de un restaurante Vips me llevé la sorpresa de toparme con el CD de la banda sonora de The Jazz Singer, álbum que sólo tenía en un cassette viejo y ya muy usado. Sonreí, se lo mostré a mi mamá y a mi hermana y todos estuvimos de acuerdo en comprarlo. Los últimos días lo he escuchado un par de veces (lo hago ahora que escribo estas palabras), suficiente para sonreír en varias ocasiones, derramar una que otra lágrima y suspirar en nombre de esa nostalgia que reconforta el corazón. Estoy seguro que cada que pongo ese disco y me pongo a dar de brincos alguien más hace lo mismo en el cielo.

Si no han visto The Jazz Singer o escuchado a Neil Diamond (uno de los mejores compositores norteamericanos del último siglo) háganlo cuanto antes, les garantizo que no se arrepentirán.

domingo, 18 de agosto de 2013

Capitán Crunch Manía


Soy parte de esa generación a la que todavía le tocó el furor por los productos importados de Estados Unidos. Hace unos veinte años no era tan fácil conseguir dulces, refrescos, juguetes, revistas, discos o alimentos provenientes de nuestro vecino del norte. Tener acceso a todos estos bienes era un lujo, pues ni era tan fácil, ni tan barato acceder a ellos.

De esa época recuerdo mi fanatismo a las paletas de caramelo del Gato Garfield, los chocolates Nestlé blancos, los dulces Nerds y otras delicias gringas. Sin embargo, pocos me sedujeron tanto como el cereal Capitán Crunch, un delicioso maíz inflado al que me volví adicto en mis años de niño gordo, y que para mi desgracia desapareció igual de rápido como llegó a los supermercados mexicanos. Sólo unos meses disfruté de su sabor para perderlo y añorarlo por cerca de dos décadas. 

Durante ese tiempo de abstinencia nunca dejé de pensar en los Capitán Crunch, ni en ese sabor que busqué sin éxito en otros cereales. No exagero al decir que un par de veces soñé que nuevamente me encontraba con esas apreciadas cajas rojas engalanadas con un capitán de aspecto bonachón que viste de azul. Lógicamente el desencanto al despertar era mayúsculo.

Ya había perdido toda esperanza de volver a saborear unos Capitán Crunch cuando una mañana de domingo me encontré en un Superama con una caja del preciado cereal. Ni tengo que decirles la emoción que me inundó, ni que en el acto comprara tres cajas, ¡no fuera ser que desaparecieran nuevamente!

Esa noche cené más temprano pues no me aguantaba las ganas de comprobar si el recuerdo que tenía de ese cereal realmente le hacía justicia a la realidad. Y realmente así fue, los Capitán Crunch seguían siendo una orgasmo de sabor que me volvió loco una vez más.

De eso hace ya casi un año y sigo sin hartarme de comer Capitán Crunch. No sé los estándares de lo normal hablando en materia de cereales, pero no creo que sea muy normal que una caja me dura menos de 4 días. Cada noche me sirvo un plato bien cargado y lo disfruto como si aquello fuera lo mejor del mundo, y es que además de muy rico, este alimento es de las pocas cosas que puedo comer sin culpa después de que hace más de un año tuve que guardar dieta por motivos de salud y hasta bajé varios kilos.

Los Capitán Crunch dividen opiniones entre quienes me rodean. Mientras algunos opinan que saben a pura azúcar y se preguntan cómo puedo cenar eso diario, otros más los han probado y también han caído embrujados por su sabor. Vaya, hasta mi perro Margarito ya es fanático y los come con singular alegría cada que se encuentra algunos en el piso.   

Para mi fortuna, ya también hay Capitán Crunch en Wal Mart y en Comercial Mexicana, en donde incluso me he topado con algunas presentaciones especiales. En conclusión: vivo una era dorada en mi romance con este cereal. 

Ya espero con ansias la hora de la cena para volver a disfrutar de este cereal con el que podría casarme en este mismo instante. Llevó casi un mes comiéndolo diario y no me harto. Si salgo de viaje me llevo un par de cajas. Soy adicto, lo sé, lo peor es que no quiero hacer nada para rehabilitarme. Cereal Capitán Crunch, no te acabes nunca… creo que te amo


lunes, 12 de agosto de 2013

La Policía y su habilidad para complicar lo sencillo

Fue hace tres semanas cuando saliendo del trabajo vi a un patrullero hablando alegremente con un franelero. No puedo afirmarlo, pero no me extrañaría que ese policía tenga un acuerdo con los viene-viene para dejarlos trabajar a cambio de una lana.

De lo sucedido tomé estas fotos:




Quienes me conocen saben que los franeleros me caen gordos y que en la medida de lo posible evito darles dinero, por eso decidí subir las imágenes a mi Twitter y mandarlas a las cuentas de Miguel Ángel Mancera y de la Policía del Distrito Federal.

Varios tuiteros retuitearon (valga la redundancia) las fotos e incluso la policía me respondió pidiendo que enviara mi queja a la cuenta de la Inspección de la Secretaria de Seguridad Pública del Distrito Federal, que son los encargados de atender las quejas en contra de elementos de la Policía del Distrito Federal. Les mandé las fotos aclarando que me parecía sospechosa esa actitud pero sin afirmar nada.

Los de la Inspección me contestaron preguntando más datos, como la dirección, la fecha y hora donde se tomaron las fotos. Les contesté y agradecí su atención pensando que eso bastaría para que le llamaran la atención al policía y que todo quedaría ahí.

Sin embargo la semana pasada recibí varios tuits de la Inspección de la Secretaria de Seguridad Pública del Distrito Federal donde me pedían que les marcara a sus oficinas para que me informaran el estado de mi denuncia.

"Ah caray, que yo recuerde sólo les mandé las fotos pero no levanté ninguna denuncia", pensé. Aún así quería hablarles por la mera curiosidad de saber cómo había terminado aquello. No pude marcarles esa tarde pero al otro día comencé a recibir varios tuits donde la policía me pedía que me comunicara con ellos, cosa que no había hecho porque no había tenido tiempo a causa del trabajo.

Aquí un ejemplo:



Fastidiado de tanto tuit les marqué unas horas más tarde. El investigador a cargo del caso no estaba pero quien me atendió me dijo que le estaban dando seguimiento a mi denuncia y que me irían avisando conforme fueran dándose novedades. Lo cierto es que no estaban muy bien informados que digamos, pues a media conversación tuve que aclararles que la foto la habían tomado hace quince días antes y no unas horas antes, como ellos creían.

Al otro día me mandaron otro mail para rectificar mis números telefónicos y dos días después volvieron a llamarme para pedirme que fuera a sus instalaciones a firmar unas hojas para ahora sí, comenzar las investigaciones sobre la denuncia.

¿Osea qué en casi tres semanas no habían investigado nada?

En fin, les dije que esa tarde no podía ir porque no tenía tiempo. Un tanto molestos me contestaron que debía ir lo antes posible. Esto fue el pasado viernes y si no fui porque salí tarde del trabajo y el tráfico haría imposible mi llegada a sus oficinas.

Seguramente nuevamente se comunicarán conmigo en las próximas horas. La verdad agradezco que se tomen el tiempo para contestar lo de las fotos, pero si me quejé por medio de Twitter fue por la inmediatez y sencillez que “se supone” brindan los medios electrónicos.

Sólo quería difundir las fotos para que le llamaran la atención a ese policía, en caso de que efectivamente estuviera negociando o coludido con los franeleros. Nunca pretendí levantar una denuncia pues no tengo tiempo de estar atendiendo el papeleo por una simple imagen en la que no me consta que haya nada ilegal. Además, de qué sirve iniciar un proceso en medios electrónicos si de todas formas uno tiene que ir a firmar cosas y andar respondiendo llamadas a cada rato. Para eso mejor hubiera ido directamente a levantar mi queja.

Quejarse de los malos elementos policíacos es bueno y de hecho aplaudo que las autoridades pongan atención en ello, pero no me parece lo más adecuado ni funcional que hagan todo tan burocrático, pues lejos de incentivar a la población hacen que uno por decidía deje pasar este tipo de irregularidades.

Por lo pronto, con tanto tuit, preguntas y llamadas me siento más perseguido y hostigado que un delincuente.

Ya les contaré en qué termina este lío.

jueves, 8 de agosto de 2013

La muerte del Niño Chango



Nunca tratamos bien al niño chango, aunque tampoco puedo asegurar que hicimos lo contrario.

Coincidimos con él durante un par de primaveras de hace unos 12 años. Siempre era en Semana Santa, durante las vacaciones que desde entonces, toda mi familia pasa en Catemaco, Veracruz.

Una tarde de abril, mientras jugaba con mis primos en una de las albercas del lugar en el que nos alojamos, apareció un niño morenito de unos siete años de edad. Muy delgado, no muy alto, pero sí muy hiperactivo. Se acercó a la orilla de la alberca, desde donde nos veía con curiosidad y a veces sonreía al ver nuestros juegos. Estuvo ahí parado un cuarto de hora hasta que su mamá lo llamó.

Así supimos que su mamá era una de las cocineras de Villa del Carmen, una Casa de Retiro Religiosa de la que durante años estuvo encargado mi tío abuelo, que por años fue obispo de la región de Los Tuxtlas. En sus inicios Villa del Carmen era un hotel. Años después el dueño lo donó a la iglesia. A pesar de que se le hicieron adecuaciones (como la construcción de una capilla, un salón de eventos y un oratorio) aquel lugar ubicado sobre un cerro aun podría pasar como un hotel con sus más de 25 habitaciones, alberca y mini cancha de futbol. Desde que tengo memoria he pasado ahí mis vacaciones de Semana Santa.

Vuelvo nuevamente a la narración de lo que sucedió hace doce años, que fue cuando conocimos a ese curioso niño. Todas las tardes de esa semana, el niño acudía a ver qué estábamos haciendo. Aunque los primeros días iba ataviado con un humilde y desgastado pantalón de vestir y una camisa, un día convenció a su mamá de que lo dejara meterse con nosotros a la alberca. Supongo que no tenía traje de baño a la mano, pues se metió al agua en calzoncillos, lo que provocó la risa de todos.

Ya en la alberca intentó integrarse con nosotros y llamar nuestra atención. Se echaba clavados y le daba manotazos al agua para mojarnos. Decía que la alberca era suya y nos hacia una extraña mueca mostrándonos sus dientes inferiores. También se subía a los arboles y agitaba las ramas. Al principio nos causó gracia, luego empezó a desesperarnos. Alguno de nosotros lo apodó “el niño chango” nombre que obedecía más a sus movimientos que a su apariencia.

Un día antes de que volviéramos a la Ciudad de México, el Niño Chango se puso especialmente pesado. Ya nos tenía fastidiados a todos y como respuesta obtuvo un burlón “niño chango - niño chango - niño chango – niño chango” que todos le gritamos al unísono. Entonces su mamá salió de la cocina, lo llamó y lo regañó por estarnos molestando. Cuando se fue humillado nos burlamos aun más de él.

-¿No que era tu alberca?, le gritábamos.

Al año siguiente, una de las primeras cosas que hicimos al volver a Catemaco fue buscar al Niño Chango y preguntar por él, supongo que queríamos seguir molestándolo. En esta ocasión no interactuó tanto con nosotros y sólo lo veíamos ocasionalmente, quizá su mamá le pidió que no se nos acercara o probablemente ya no quería recibir burlas. Lo cierto es que no fueron pocas las veces que sentíamos que desde lejos nos observaba.

No volvimos a ver al Niño Chango, pero averiguamos que se llamaba Juan. Su mamá siguió trabajando y viviendo en Villa del Carmen, pero él se fue a vivir con otros familiares.

Hace unas días mi abuela volvió de Catemaco; había ido a la misa de cinco años de fallecido de su hermano, que cómo expliqué anteriormente, fue por muchos años obispo de aquella región del país. A su regreso nos trajo una noticia que mis primos y a mí nos impactó: el niño chango había muerto un mes atrás a causa de la tifoidea.  

Con pena admito que la primera reacción de la mayoría de nosotros fue carcajearme. Por alguna razón que aun no logro descifrar nos dio risa el asunto y lo comentamos durante toda esa noche. También hacíamos chistes y nos mandábamos imágenes de changos en mensajes de celular.  

Pasaron las horas y supe más de la historia del Niño Chango. Me enteré que su mamá era alcohólica y que muchas veces iba borracha a trabajar, hasta que uno de los padres la despidió. La adicción de su mamá fue el motivo por el cual el niño chango vivió con otros familiares por una larga temporada.

El Niño Chango volvió con su mamá. No estudiaba y ocasionalmente trabajaba. Su situación económica era precaria. Además conoció a una mujer, se la montó y tuvo un bebé con ella, por lo que la falta de dinero se agravó. Por eso, cuando comenzó a presentar problemas de salud no se atendió hasta que su estado empeoró tanto que su muerte a los 19 años fue inevitable.

Con la muerte del Niño Chango he reflexionado mucho. Esa aparente alegría y risas no eran una burla por la muerte de un joven, sino un modo de darnos cuenta que el tiempo pasa, y que preferimos reír ante las evidencias de que nuestra propia historia va desfragmentándose.

El Niño Chango quería integrarse con nosotros y finalmente lo consiguió. Al hablar sobre su muerte y recordar los pocos momentos que pasamos con él, de una u otra forma finalmente se volvió nuestro igual.   

Si ustedes leyeron todo esto quizá piensan que soy un ser horrible. Hace años mi mamá muy afligida le dijo a mi papá que se había muerto un señor llamado Ambrosio, quesque muy amigo de la familia. La respuesta de mi papá aun me sigue provocando risa:

- ¡Bendito sea Dios!

Por eso no me extraña mi actitud ante la muerte del Niño Chango, lo traigo en mis genes. Por burlón mi papá se murió. Y seguramente yo y todos los que nos burlamos de la muerte del Niño Chango también moriremos… y pues así es la vida. Prefiero que me recuerden con risas a que ni me echen un pan.

Descanse en paz, Niño Chango. 

domingo, 4 de agosto de 2013

Somos los Zetas


Hace más de un año estaba a punto de viajar de Cuautla hacia la Ciudad de México. Eran las 10 de la noche y pese a las advertencias de lo peligroso que podría resultar tomar carretera a esa hora, me aventuré y realicé el trayecto.

 No iba solo, me acompañaba mi novia y dos amigos. Confieso que durante el camino iba inquieto. El estado de Morelos cada vez registra más casos de incidentes relacionados con el crimen organizado e ir un sábado por la noche por una de sus carreteras llevaba implícito cierto riesgo.

Para empeorar las cosas, íbamos hablando sobre el narco y la presencia de éste en gran parte del país, tema que nos sugestionó. Entonces uno de nuestros amigos contó una anécdota que había escuchado y que nos tensó aún más...

 "Una familia viajaba de noche por una carretera en el norte del país. Entonces una camioneta comenzó a seguirlos en medio de la desolada carretera. Tras unos minutos la misteriosa camioneta no sólo les dio alcance sino que les cerró el paso. De su interior descendieron varios hombres con el rostro cubierto y fuertemente armados.

-Somos los Zetas. Le dijeron a la familia.

Los hombres obligaron a los miembros de la familia a entregarles todas sus pertenencias de valor, incluido el auto. Antes de marcharse, a modo de advertencia amagaron con asesinar a los miembros de la familia. Al final decidieron marcharse sin hacerles daño, pero dejándolos abandonados en medio del camino.

Pasaron cerca de diez minutos hasta que pasó otro vehículo. El padre de familia les marcó el alto y les pidió socorro. El auto iba tripulado por 4 hombres.

- Por favor ayúdenos. Acaban de asaltarnos. Nos quitaron nuestro auto y dinero, fueron los Zetas.

Los pasajeros de aquel auto se miraron entre sí, y le dijeron a los miembros de la familia que los esperaran media hora pues irían por ayuda. La familia volvió a quedarse sola por casi una hora.

Finalmente volvió el vehículo con los hombres que prometieron auxiliarlos. Con sorpresa la familia vio que detrás también venía el auto que horas antes les habían quitado. Los hombres bajaron con una bolsa negra. Le entregaron las llaves de su vehículo al padre de familia al tiempo que le dijeron:

- Esos que les quitaron el vehículo no eran Zetas... Ya pagaron por lo que hicieron.

El padre de familia no supo qué responder. Sólo atinó a dar las gracias. Entonces nuevamente fue interrumpido por otro hombre que vació la bolsa negra y de la que cayeron las 3 cabezas; eran de los hombres que los habían asaltado.

- Nosotros sí somos los Zetas. Dijo otro de los hombres.

Entonces los Zetas se marcharon, dejando a la familia con su vehículo y mucho más miedo. La familia esperó unos minutos y subió al auto antes de marcharse, dejando a las cabezas sobre el asfalto como mudos testigos de esta terrorífica anécdota.

No volvieron a ser sorprendidos aquella noche. Tardaron varias semanas en atreverse a narrar lo ocurrido".

Hoy esta historia va de boca en boca sin que nadie pueda decir si ocurrió o no realmente. Desde esa noche en la que escuché el relato no dejo de recordarlo cada que viajo en carretera y me es inevitable sentir un escalofrío.

Aquella noche llegamos con bien a casa, aunque cada que traía un auto detrás me resultaba inevitable no sentir un escalofrío, y le rogaba a Dios que esa historia no fuera sino una leyenda urbana.