Coincidimos con él durante un par de primaveras de hace
unos 12 años. Siempre era en Semana Santa, durante las vacaciones que desde entonces,
toda mi familia pasa en Catemaco, Veracruz.
Una tarde de abril, mientras jugaba con mis primos en una
de las albercas del lugar en el que nos alojamos, apareció un niño morenito de
unos siete años de edad. Muy delgado, no muy alto, pero sí muy hiperactivo. Se
acercó a la orilla de la alberca, desde donde nos veía con curiosidad y a veces
sonreía al ver nuestros juegos. Estuvo ahí parado un cuarto de hora hasta que
su mamá lo llamó.
Así supimos que su mamá era una de las cocineras de Villa
del Carmen, una Casa de Retiro Religiosa de la que durante años estuvo
encargado mi tío abuelo, que por años fue obispo de la región de Los Tuxtlas. En
sus inicios Villa del Carmen era un hotel. Años después el dueño lo donó a la
iglesia. A pesar de que se le hicieron adecuaciones (como la construcción de
una capilla, un salón de eventos y un oratorio) aquel lugar ubicado sobre un
cerro aun podría pasar como un hotel con sus más de 25 habitaciones, alberca y
mini cancha de futbol. Desde que tengo memoria he pasado ahí mis vacaciones de
Semana Santa.
Vuelvo nuevamente a la narración de lo que sucedió hace
doce años, que fue cuando conocimos a ese curioso niño. Todas las tardes de esa
semana, el niño acudía a ver qué estábamos haciendo. Aunque los primeros días
iba ataviado con un humilde y desgastado pantalón de vestir y una camisa, un
día convenció a su mamá de que lo dejara meterse con nosotros a la alberca. Supongo
que no tenía traje de baño a la mano, pues se metió al agua en calzoncillos, lo
que provocó la risa de todos.
Ya en la alberca intentó integrarse con nosotros y llamar
nuestra atención. Se echaba clavados y le daba manotazos al agua para mojarnos.
Decía que la alberca era suya y nos hacia una extraña mueca mostrándonos sus
dientes inferiores. También se subía a los arboles y agitaba las ramas. Al
principio nos causó gracia, luego empezó a desesperarnos. Alguno de nosotros lo
apodó “el niño chango” nombre que obedecía más a sus movimientos que a su
apariencia.
Un día antes de que volviéramos a la Ciudad de México, el
Niño Chango se puso especialmente pesado. Ya nos tenía fastidiados a todos y
como respuesta obtuvo un burlón “niño chango - niño chango - niño chango – niño
chango” que todos le gritamos al unísono. Entonces su mamá salió de la cocina,
lo llamó y lo regañó por estarnos molestando. Cuando se fue humillado nos
burlamos aun más de él.
-¿No que era tu alberca?, le gritábamos.
Al año siguiente, una de las primeras cosas que hicimos
al volver a Catemaco fue buscar al Niño Chango y preguntar por él, supongo que queríamos
seguir molestándolo. En esta ocasión no interactuó tanto con nosotros y sólo lo
veíamos ocasionalmente, quizá su mamá le pidió que no se nos acercara o
probablemente ya no quería recibir burlas. Lo cierto es que no fueron pocas las
veces que sentíamos que desde lejos nos observaba.
No volvimos a ver al Niño Chango, pero averiguamos que se
llamaba Juan. Su mamá siguió trabajando y viviendo en Villa del Carmen, pero él
se fue a vivir con otros familiares.
Hace unas días mi abuela volvió de Catemaco; había ido a
la misa de cinco años de fallecido de su hermano, que cómo expliqué
anteriormente, fue por muchos años obispo de aquella región del país. A su
regreso nos trajo una noticia que mis primos y a mí nos impactó: el niño chango
había muerto un mes atrás a causa de la tifoidea.
Con pena admito que la primera reacción de la mayoría de
nosotros fue carcajearme. Por alguna razón que aun no logro descifrar nos dio
risa el asunto y lo comentamos durante toda esa noche. También hacíamos chistes
y nos mandábamos imágenes de changos en mensajes de celular.
Pasaron las horas y supe más de la historia del Niño Chango. Me enteré que su mamá era alcohólica y que muchas veces iba borracha a
trabajar, hasta que uno de los padres la despidió. La adicción de su mamá fue
el motivo por el cual el niño chango vivió con otros familiares por una larga
temporada.
El Niño Chango volvió con su mamá. No estudiaba y
ocasionalmente trabajaba. Su situación económica era precaria. Además conoció a
una mujer, se la montó y tuvo un bebé con ella, por lo que la falta de dinero
se agravó. Por eso, cuando comenzó a presentar problemas de salud no se atendió
hasta que su estado empeoró tanto que su muerte a los 19 años fue inevitable.
Con la muerte del Niño Chango he reflexionado mucho. Esa
aparente alegría y risas no eran una burla por la muerte de un joven, sino un
modo de darnos cuenta que el tiempo pasa, y que preferimos reír ante las
evidencias de que nuestra propia historia va desfragmentándose.
El Niño Chango quería integrarse con nosotros y
finalmente lo consiguió. Al hablar sobre su muerte y recordar los pocos
momentos que pasamos con él, de una u otra forma finalmente se volvió nuestro igual.
Si ustedes leyeron todo esto quizá piensan que soy un ser
horrible. Hace años mi mamá muy afligida le dijo a mi papá que se había muerto
un señor llamado Ambrosio, quesque muy amigo de la familia. La respuesta de mi papá
aun me sigue provocando risa:
- ¡Bendito sea Dios!
Por eso no me extraña mi actitud ante la muerte del Niño
Chango, lo traigo en mis genes. Por burlón mi papá se murió. Y seguramente yo y
todos los que nos burlamos de la muerte del Niño Chango también moriremos… y
pues así es la vida. Prefiero que me recuerden con risas a que ni me echen un
pan.
Descanse en paz, Niño Chango.
3 comentarios:
Jaja, ¡excelente relato, Gabriel!
Me sacó más de una risa y la verdad, coincido contigo: las historias de los demás que se vuelven tragedias o pasado, es el reflejo mismo de nuestra vida fragmentándose en etapas.
El recordarlo con risa, se refiere al recordar esos años tan maravillosos en catemaco. Y el Ambrosio aunque seguramente eras muy pequeño, era parte de la familia.jully
Palitz: Jajaja, gracias por haberlo leído. Y sí, el tiempo pasa y lo mejor es tomarlo del mejor modo.
Jully: Tú ni ibas casi, creo que ni conociste al niño chango jojojo.
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