domingo, 30 de marzo de 2008

Visitando al Diablo

Aunque fue escrita hace un año, bien vale la pena para complementar los posts anteriores. Con esta entrada doy por terminadas mis narraciones sobre Catemaco... después, el blog volverá a la normalidad.

Llena de leyendas. La región de Los Tuxtlas es así. Si bien, el poblado de Catemaco es el que más fama posee, no debemos dejar de lado que toda la zona, conformada además por los poblados de Santiago y San Andrés, está llena de historias y misticismo. Apenas se pone un pie en éstas tierras, todo cambia. El olor a tierra, los colores del cielo, la vegetación y hasta el estado de ánimo se hace diferente. La vida se vuelve un instante, la muerte espacio infinito. Por eso quizá la impresión de ‘no estar’ siempre es latente.

Lugares así, necesariamente, son ricos en historias: Hay quién habla de una bola de fuego que en las noches sale de un cerro y recorre a gran velocidad la Laguna de Catemaco, otros mencionan que toda la región está llena de una especie de duendes llamados ‘chaneques’ o que la zona está tan cargada de magnetismo que sirve como base de seres y naves extraterrestres. De entrada, todo esto que sonaría a fantasía, comienza a tornarse real cuando nuestros propios ojos constatan el ramillete de ritos y ceremonias que tienen lugar entre los lugareños. Estar en Los Tuxtlas en plena Semana Santa, es adentrarse en un recorrido del que difícilmente nos repondremos. Desde altares de santos adornados con plantas y polvos aromáticos, hasta procesiones silenciosas. Desde el fervor casi exagerado de la población y su fe ciega en la Virgen del Carmen o el Cristo Negro de la Misericordia. Elementos que en sí, podrían ya darle renombre mundial a Catemaco y a Los Tuxtlas, y que inevitablemente, quedan relegados a segundo término debido a un atractivo mucho más poderoso y atractivo: la brujería.

Para aquellos que piensen que la fama de los brujos de Catemaco es un mero invento para atraer turismo, permítanme desengañarlos: hay muchos charlatanes, sí, pero también chamanes y brujos dedicados al cien por ciento a practicar limpias, conjuros, amarres y cuanto trabajo se les ocurra. Convendría, antes que nada, hacer una clara diferenciación entre los términos ‘brujo’ y ‘chaman’. Los primeros practican las artes obscuras, los segundos sólo trabajan con magia blanca. Y aunque suene muy romántico el asunto, aquí también el bien y el mal se complementan y crean un balance perfecto. Por eso, a finales de marzo y principios de abril, brujos ‘buenos y malos’ tienen sus ceremonias por separado. En diferentes cerros, como si uno y otro se estuvieran observando. En uno de estos cerros, está la llamada ‘Cueva del Diablo’, centro de los ritos de brujería negra.

¿Alguien se resistiría a vivir la aventura de comprobar con sus propios ojos que todo esto existe?

Yo no. Como buen narrador caí inmerso en la imperiosa necesidad de acudir al llamado de mi curiosidad. Por eso insistí tanto en hacer el recorrido que me llevaría de Catemaco a San Andrés y de ahí, siguiendo la carretera a Veracruz, dar vuelta a la derecha después del segundo tope y subir unos ocho kilómetros para dejar el auto a un lado de la carretera e internarme a pie por un caminito que me llevaría hasta la llamada ‘Laguna Encantada’, que debe su nombre a que cuando llueve el nivel de sus aguas baja, y en tiempos de sequía éste sube.

Desde aquí, el paisaje es hermoso, pero tan solitario y silencioso que da miedo. Al azul intenso de las aguas tranquilas lo cubre una espesa vegetación que sólo deja escuchar los sonidos de algunas aves y animales de la selva. Para llegar a la ‘Cueva del Diablo’ hay que rodear brevemente un pequeño tramo de la orilla de la laguna. A lo lejos, en la mitad de aquel depósito acuoso, en una rudimentaria embarcación a base de tablas, dos mujeres indígenas de extraños rasgos y llamativos vestidos cruzan la laguna con una velocidad y habilidad sorprendentes. Después viene lo complicado que es adentrarse en la selva, siguiendo un caminito a ratos apenas perceptible y sintiendo como tras cada paso las plantas se mueven a causa de los animales que al escucharnos se alejan despavoridos, no así una serpiente coralillo que decide atrancar medio camino e impedirnos el paso. Después de unos minutos, ella y su veneno se alejan como dándonos permiso de seguir. Así, son cerca de dos kilómetros de subir, bajar, atravesar raíces gigantescas de árboles, piedras, matorrales y plantas. De escuchar sonidos extraños y no ver más que algunos rayos de sol que prófugos atraviesan el espeso techo que los árboles selváticos nos brindan.

Entonces se oye agua correr. Y uno se alegra pues encuentra en aquel sonido al menos un eco a sus pensamientos. Minutos después, un pequeño manantial del que brota un pequeño riachuelo le da la bienvenida al casi suicida aventurero. No es muy grande, pero su agua transparente y fría brinda tranquilidad. Y uno la bebe, se sumerge en ella, se refresca y se olvida entonces de que está en medio de la selva, presa fácil de animales, bandidos o brujos. Uno olvida que nuestro destino en realidad es la casa del Diablo, y que con esas cosas no se juega. ¿Debería estar al menos un poco preocupado?.

Volví a mi miedo y angustia cuando apenas unos pasos arriba del riachuelo, una pared pintada con las leyendas ‘Respeta mi casa’ y ‘Satanás está vivo’, así como algunas veladoras negras nos dieron la bienvenida a un mundo que ya no pertenecía al de los vivos. Miedo a lo desconocido, a las fuerzas de aquello que no podemos controlar. Ahora la cuesta se volvía más pesada y empinada. Piedras, musgo resbaloso, y a lo lejos el ladrido de unos perros furiosos convertían el aire en hostil. Y de pronto aparece ante nuestros ojos una gruta llena de mosquitos. Más leyendas en las paredes de roca, cartas, fetiches, gallinas muertas, veladoras. Las paredes de la gruta llena de flores secas y un profundo olor a humedad.









Aunque los lugareños recomiendan no entrar a la cueva, y mucho menos pisar los objetos del interior debido a la carga negativa de éstos, la maldita curiosidad nos obligo a entrar en aquella oscuridad, a revolvernos en aquel piso lodoso y escuchar los chillidos de los cientos de murciélagos que nos vigilaban. Quizá lo de la carga de negatividad sea cierto. Años atrás, también había entrado, sólo que en aquella ocasión, al llegar al hotel nos dijeron que una fuga en el tanque de gas de mi casa en la Ciudad de México amenazaba con provocar una explosión en la calle. Afortunadamente aquella vez no pasó nada.

Una hora después el camino de regreso ya es menos angustiante. No por eso, crean que la magia de aquel lugar se olvida rápido, al contrario, las imágenes y olores de la Cueva del Diablo siempre están allí. No me imagino cómo será esa noche en la que todos los brujos se reúnen ahí. El sólo hecho de pensar que por esa ruta selvática han pasado brujos y que en esa zona se conjura al diablo me parece surrealista. En lo personal creo que el mal existe. No podría concebir al bien sin la existencia de éste, y viceversa. Ver aquellos altares y sentir aquella presencia maligna me confirma que en la región de los Tuxtlas pasa de todo, menos cosas normales. Tras años de indagar sus leyendas cada vez me maravillo más con estos lugares que escapan de mi entendimiento. Algún día me gustaría escribir todo lo que sé de estas tierras. Aunque de intentarlo nunca acabaría.

jueves, 27 de marzo de 2008

Salto de Eyipantla

Es muy probable que alguna vez en tu vida hayas visto una imagen suya y a la vez no sepas de su existencia. Si viste con detenimiento la película Apocalypto, o recuerdas algunos anuncios de Bacardi de hace unos años seguramente la recordarás sin más problemas que el de no saber su nombre y ubicación. Hablo, por supuesto, del Salto de Eyipantla.

Imponente cascada ubicada a unos kilómetros de Catemaco, al Salto de Eyipantla le conocí mucho antes de que fuera famosa y la viera repetirse una y otra vez en videos musicales, películas y fotos de revistas; quizá por eso, y tal como sucede con los conocidos que se vuelven celebridades, cada que la veo rebozar de fama suelo presumirle a los demás ‘sabes, yo ya la conocía’. No es de extrañar que cada cuando alguien conoce aquel colosal espectáculo de agua y rocas por primera vez caiga seducido por el impacto de una maravilla natural que a mi nunca ha dejado de deslumbrarme.

Llegar es relativamente fácil, basta tomar la carretera que va de San Andrés Tuxtla a Catemaco por un par de kilómetros y desviarse a la derecha en cuanto un letrero nos indica que nuestro destino está en esa dirección. Aproximadamente diez minutos más tarde y después de atravesar un poblado, un puente y un seminario, se alcanza el final del camino y con ello El Salto de Eyipantla. Apenas se desciende del auto, uno es rodeado por vendedores, comerciantes y niños dispuestos a contarte la historia del lugar por algunos pesos. Instantes después se percibe la humedad y el sonido de mucho agua cayendo al vacío. Aquí lo interesante es que por más que uno gire la cabeza en todas direcciones tratando de encontrarse con una cascada no ve nada fuera de un montón de sencillos locales en los que se venden recuerdos, unas tienditas y algunas fondas. Entonces a uno le cuentan que los boletos para acceder al Salto cuestan 6 pesos y que con él, se tiene derecho a los dos recorridos: ver la cascada por arriba y también por abajo.

Mi humilde recomendación sería que primero lo hicieran desde abajo (hablo de ver la cascada... y de lo otro también).

Una vez que se ha pagado comienza la aventura de verdad, pues hay que descender por unas escaleras de concreto a través de un ambiente selvático. Si bien los escalones han sido remodelados, siguen sin parecer muy seguros que digamos, pero eso poco importa para quién ya va decidido a vivir el lugar tal cuál es. El sonido del agua y una refrescante brisita se va volviendo más constante conforme se va bajando por esos más de 300 escalones que ni se sienten gracias a lo acogedor que resulta el paisaje que los rodean. Se va descubriendo de manera paulatina un río, más localillos de souvenirs, algunos puestos de comida bastante rústicos, más vegetación, y al final, la cascada que nunca pasará desapercibida a los ojos de nadie.

Verla de nuevo es sentirse arropado por la presencia de un amigo. Reconocer cada una de sus caídas de agua, tratar inútilmente de entender sus dimensiones, imaginar mil y un historias con ella de testigo, o mejor aún, de protagonista. Todo esto mientras se toma asiento en una de las sillas a la orilla del río y se disfruta de una Coca-Cola bien fría. De vez en cuando el viento se mueve caprichosamente refrescando suavemente el ambiente que a esas alturas comienza a tornarse caluroso.

Un incauto o conformista pensaría que el paseo acaba ahí, tomando o comiendo mientras se tiene la cascada de fondo. Una persona con un poquito de ganas de pasarla en grande sabe que estar sentado más de diez minutos en un lugar así es pecado. Se puede seguir un caminito pantanoso en dirección a la cascada que ofrece un panorama diferente a cada paso que se va dando. No es lo mismo ver la cascada a 200 prudentes metros que a 150, o que a 100... y así sucesivamente. Hay un punto en el que la brisa que aquella enorme cortina de agua despide se vuelve tan intensa que uno acaba empapado. Cuando se ha llegado a las últimas rocas y se está a unos diez metros el sonido del agua es ensordecedor y el marco inigualable. Intentar una foto en tales condiciones sería un suicidio para cualquier cámara que no fuera a prueba de agua. No falta quien lo intentan con resultados catastróficos.

De niño nunca le vi lo divertido a nadar en un río. El agua fría y el piso lleno de rocas siempre me parecieron incómodos. Aquel rió jamás lo recorrí de una orilla a la otra pues en varios puntos el caudal de agua y la fuerza que alcanza es muy grande. Sin embargo, a algún desquiciado se le ocurrió amarrar una cuerda de un extremo al otro pensando que aquella imprudencia sería divertida. ¿Y qué creen?, que si lo es. No importa que al principio uno resbale con las rocas del fondo, ni que el agua este helada o que a mitad del recorrido la corriente sea realmente fuerte. Uno tiene que cruzar para que no le cuenten la sensación de luchar contra cientos de litros queriéndote llevar consigo. Por momentos el agua se a la cara y nos impide respirar, lo malo es que detenerse a reparar en aquella cuestión podría costar muy caro. Lo mejor es seguir y sentir el alivio cuando se toca la otra orilla y el río se vuelve manso de nuevo. Minutos después uno se aburre y como no hay otro modo de cruzar, ya está haciendo la misma tontería, pero ahora de regreso.

El autor del blog, con sus primos, intentando cruzar por el río.

Comprar chuchera y media; escuchar a los niños de la región contándote la historia del Salto de Eyipantla; degustar los típicos sopesitos, pellizcadas, topotes o tegogolos; o tomar mil y un fotos. Todo está permitido bajo el amparo de un gigante que nunca descansa. Dos horas después lo difícil no es dejar aquel paisaje de eterna postal, sino subir los más de 300 escalones que nos llevarán de vuelta bajo un Sol intenso.

La otra forma de ver la cascada es por arriba, siguiendo un camino en línea recta desde donde se dejaron los autos. Se tiene que atravesar un puente colgante que se mueve como el carajo, pues niños inconscientes como yo siempre saltan para ver como los otros pobres mortales sufren por mantener el equilibrio. Después se llega a una sencilla explanada desde dónde se ve la caída desde arriba. Aquella perspectiva, también impactante, nos basta para llevarnos en la mente aquella cascada. No importa que cada año el lugar tenga mejoras y se modernice cada día un poco más, El Salto de Eyipantla siempre estará ahí entendiéndonos, faltaba más.


lunes, 24 de marzo de 2008

Tras de tus pasos

Ya de vuelta en la Ciudad de México sigo prisionero del encanto de Catemaco... no sé cuando dejaré de escribir de esta tierra mágica.

Se puede volver una y otra vez sin necesidad de saber por qué. Quizá ese vaivén de la vida, que tan sabiamente reproducen el mar y el sonido, sea el que mantiene al mundo girando. No importa quién seamos, ni la religión que profesemos: siempre volvemos a nuestros orígenes. Ya sea por nostalgia, necesidad, curiosidad o para reinventarnos, volver siempre es una constante que a veces ni notamos. Si la historia de mi existencia fuera una figura, de seguro sería un enorme circulo en el que el principio se confunde con el final. Pasan los años y los recuerdos de mis visitas a Catemaco se me confunden en el tiempo sin que esto las difumine, al contrario, siguen más vivas que nunca. Una de estas evocaciones, quizá de las más fuertes, es la de visitar la cueva donde se ubica el altar de la Virgen del Carmen.

La leyenda cuenta que fue Juan Catemaco, pescador de la región, fundó el pueblo por encargo de la Virgen del Carmen, que se le apareció encima de una roca ubicada en el margen de la Laguna. Desde entonces los pobladores de la región de los Tuxtlas adoptaron a la Virgen del Carmen como su Santa Patrona, compromiso que ella parece corresponder con la interminable lista de milagros que se le atribuyen y que lejos de mermar, parecen ir aumento.

No sé desde cuándo en mi memoria está guardada la imagen de mi papá y yo levantándonos muy temprano (cerca de las siete de la mañana), para descender al pueblo, recorrer su malecón y después bordear un fragmento de la orilla de la laguna para llegar hasta la roca en la que están dibujados los pies de la virgen en donde dicen que ocurrió la milagrosa aparición. A veces corriendo, trotando o caminando, el trayecto siempre se hacía corto a pesar de la distancia. Hablando de todo un poco, otras veces en silencio, acompañados por algunos primos y tíos, o solo los dos, aquella caminata se volvió una tradición que tras los años continúa a pesar de que mi papá ya no habita este extraño mundo.

Nunca sabré que fuerza hace que éste y todos los años hace que despierte con el alba y camine por más de media hora hasta aquella roca en la Laguna. No es sólo recorrer todo el pueblo y su malecón y seguir por un camino sin pavimentar, encontrar pescadores desollando anguilas en la arena o internarse en el silencio de aquel gran deposito de agua. Lo cierto es que una vez que se vislumbran esos pequeños pies tallados en la inmensa piedra y el pequeño altar dedicado a La Virgen del Carmen, es inevitable que una sensación liberadora por haber cumplido se apodere de nosotros. Precisamente es el volver tras nuestros pasos. Recordar que ese trayecto jamás lo recorreré solo pues él me acompaña. Irónicamente, también los pasos de la patrona del Carmen encuentran lugar dentro de la analogía del camino siempre recorrido y que no por eso deja de ser nuevo. Un lugar es lo que vivimos ahí.

La costumbre se nos quedó a varios. Hace mucho que mis primos me acompañan en el viaje. Aunque no me lo digan, sé que para ellos esa caminata mañanera también significa muchas cosas. Como un código que sólo nosotros entendemos, que nos mantiene muy unidos y que forma parte de nuestra esencia. Hoy visitar Catemaco es ir hasta aquel altar, no hacerlo es inimaginable. Hace un par de días Luis Felipe, Luis Gabriel, Yosimar, Pablo y yo fuimos atacados por cientos de moscos de la laguna que a causa del viento de la noche anterior se habían alborotado. Corrimos manoteando y aunque recibimos un buen número de picaduras por nuestra cabeza jamás cruzó la idea de no seguir adelante. Cuando llegamos toque la roca, mire hacia el altar y para mis adentros pronuncié: Una vez más, cumplido. Seguramente una presencia invisible y que estaba a mi lado me escuchó y sin duda sonrió.

viernes, 21 de marzo de 2008

La carretera y el embrujo de unos ojos de cielo

Te escribo en viernes para que me leas en lunes. O en martes. O en miércoles. O cuando quieras, de cualquier forma esto ha sido escrito para que sólo tú lo entiendas. Como siempre, tú decides sobre esta historia.

Es medio día de un viernes que aparte de santo, se ha puesto caluroso en la selvática región veracruzana de los Tuxtlas. Encerrado en el local de un pequeñísimo centro comercial desde donde escribo, intento mantenerme ajeno a la fiesta y el bullicio que ha invadido a los habitantes y turistas en la ciudad de Catemaco. Hace unos minutos dejé el Hotel en el que pasé las últimas cuatro noches, a pesar de que casi dos docenas de familiares se quedaran hasta el domingo. El trabajo y esa maldita responsabilidad que tanto estorba a los oficios de un escritor, me obliga a emprender el viaje de regreso y a presentarme mañana a las seis de la mañana a cumplir con mis responsabilidades.

El problema no es irme mientras mi familia se queda de lo lindo, disfrutando de un sol radiante. Tampoco lo es el manejar solo durante las próximas siete horas ni el hecho de abandonar (quién sabe si por última vez) esta tierra que tanto amo. Nada de eso. Si me estoy tardando en tomar valor y subirme de una buena vez al auto es porque no quiero abandonar ni dejar por un instante a la niña con los ojos más hermosos que he visto jamás: semejantes a los del cielo... más profundos que el mar.

¿Cómo escribirte sin delatarme? No tengo la menor idea y lo que es peor, ya no quiero ocultar que me estoy muriendo por ti. Sabía que al pasar unos días a tu lado corría el riesgo de caer preso del encanto que eres tú y aun así corrí el riesgo. Por eso heme aquí, temblando de miedo de tan sólo imaginar regresar a mi auto y emprender el viaje de regreso. Justo ahora escribo para evitar el desenlace de ir escuchando las canciones más dolorosas de mi repertorio de CD y dejarme llevar por la impotencia de saber que tuve tres días para acercarme a ti y que al final no hice nada. Ya no sé si fue cobardía o ganas de no ocasionarte problemas. Quizá darme cuenta que eres tan arrebatadoramente bella por fuera y dueña de un alma que cautivaría a cualquiera hizo que las dudas me dijeran que un simple mortal, con más defectos que virtudes, jamás podría aspirar a tocar la divinidad que es tu corazón.

Si alguien supiera la historia dirá que el alboroto que hago no es para tanto, que en dos días volverás a la ciudad y que como siempre, te estaré viendo de forma muy habitual. Pero si los demás te hubieran visto con los ojos con los que yo te miré en días pasados sabrían que hoy mismo, al marcharme, pierdo un tesoro.

Me hacía falta verte dibujada en la brisa de una tarde sin prisas, ver tu piel suavemente matizada por el sol y tu cabello más libre y suave que el mejor de los sueños. Faltaba ver fijamente tus ojos sin que te dieras cuenta, seguir tus movimientos perfectos y convencerme de que eres como un ángel en la tierra. Ya lo sabía, pero comprobé que tu belleza desarma al más cauto de los corazones. Unos días a tu lado y me tienes a tus pies. Unos minutos lejos de ti y mi corazón ya está exigiéndole a mis ojos tu reflejo.

Ahora mantengo la esperanza de que leas esto y comprendas que lo que siento por ti no es cualquier cosa. Es algo que viene de muy dentro y que es capaz de ponerme a saltar de alegrías o sumirme en una tristeza que no me gusta. Creer que me crees es ahora el único aliciente que me hace mantener firme la idea de encender el carro, recorrer por última vez el Malecón del pueblo, despedirme de la laguna de Catemaco y emprender el viaje de regreso a la Ciudad de México. Y es que no quiero que éste sea el final, no después de oírte reír y ver tu sonrisa a centímetros de distancia.

Es tonto pedirte una oportunidad cuando a lo largo de tres días me comporté como un niñito baboso por querer llamar tu atención y conseguir lo contrario. Imaginar que me encargué de acabar con la poca buena imagen que de mi tenías me duele igual o más que el no haber tenido el coraje para jugarme un poco más por ti.

Así están las cosas… ¿sabes qué me muero por escribir tu nombre?

Te pido con toda la humildad de la que soy capaz una oportunidad: para demostrarte que mis palabras son reales y que me importas más de lo que crees. Dame una señal, dime algo, pero por favor no calles, pues el silencio hiere y mucho. Sácame de está oscuridad con la luz de tu voz y dime que los sueños a veces se hacen realidad.

Intento convencerme de que pasará algo, y quizá esa ilusión sin fundamentos sea la que impida que de marcha atrás a mis planes y vaya a buscarla sin que me importe ni el que dirán, ni el trabajo, ni nada. Son las dos y media de la tarde, con el corazón en un hilo y el alma pidiendo una tregua, recorreré la orilla de la Bahía, llenaré el tanque y pasaré las próximas ocho horas en la carretera, pensando en el embrujo de unos ojos de cielo.

Catemaco, Veracruz.

miércoles, 19 de marzo de 2008

La surada

Siempre sí me fui. Entre ayer y hoy me han hablado cientos de veces de la oficina pero no he contestado. ¡Qué afán de estropearle a uno sus vacaciones! (aunque uno, por supuesto, no haya pedido permiso de faltar). Sin embargo, según reportes de mi gente de confianza, el jefe se tragó completito el chisme de la muerte de la abuela María (originalmente era tía, quién sabe quien le cambio la posición en el árbol genealógico).

El chiste es que llevo dos días en la ciudad de Catemaco en medio de un clima extraño y hostil. Las mañanas calurosas y soleadas. Las tardes algo nubladas y las noches ventosas francamente dan miedo. Particularmente la de ayer estuvo cargada de esa atmósfera místico-terrorífica de las noches que pintan para volverse inolvidables. Vientos tan fuertes que doblaban árboles y levantaban cualquier cosa que pesara menos de 15 kilos, un enérgico susurro del viento que de tan constante llegaba a aturdir. La casi siempre apacible laguna de Catemaco convertida en un maremoto por la fuerza del oleaje cortesía del aire y sobre todo, y ante todo, esa inmensa y brillante luna que estaba para creer en todo.

En noches así todo puede (y todo debería) pasar. Por eso, antes del miedo cabe la excitación, y antes de pedir la calma uno implora la acción. ‘Es la Surada. Vientos del Sur que antecede la llegada de un norte’, (por fín, o es del sur o del norte) dijo un habitante del lugar asegurando que lo que sucedía era normal. Pobre iluso. Como creerle si el silbido del viento toda la noche me habló de mis más grandes terrores. ¿A dónde correr cuando el aire chocando contra mi cabeza no hace más que revolotearme las ideas? Se llaman vientos del sur, amor o miedo al futuro. Se llama ganas de gritar los sentimientos bien fuerte con la estupida esperanza de que el viento los haga llegar ya no a su destinataria sino a quién me quiera escuchar. Noches que se disfrutan pero se sufren y vuelven eternas tan sólo por el aire y sus ganas de correr un poquito más fuerte de lo habitual.

Hoy el viento ya no está. Al menos no con esa intensidad que ayer imponía respeto y que me dejo el corazón aplastado como pasita. Siempre lo ha dicho, Catemaco tiene algo. Magnetismo, magia o una fuerte carga de divinidad. Uno acaba tocado de una u otra forma sin que pueda meter ni las manitas. Me quedan varias horas así y apuesto que me voy a jugar el corazón por unos ojos miel que miran sin mirarme y que tan revuelto han puesto mi interior en este viaje... hay norte en mi corazón y a diferencia de otras veces, ahora sí quiero sobrevivir.

Escrito en un café internet, viendo como cae la noche desde el centro de Catemaco, Veracruz.

domingo, 16 de marzo de 2008

Aventura, has vuelto a seducirme



“Y ahora, Harry, adentrémonos en la oscuridad y
vayamos en busca de la aventura, esa caprichosa seductora”.

- Albus Dumbledore a Harry Potter, en “Harry Potter y el Misterio del Príncipe”.

No sé si mi descaro obedece propiamente a la acción que estoy por llevar a cabo, o a la acción de todavía comentarlo en el blog y ufanarme de ello. Precisamente esa ‘comezoncilla inquietante’ hizo que a pesar de la duda de días atrás, tomé la decisión de jugarme trabajo y solvencia económica por cinco días de aventura.

Como cada año en el periodo de Semana Santa, casi toda mi familia (tíos, primos, abuelos, sobrinos, etc) emprendemos un viaje que con el tiempo hemos convertido en una tradición casi sagrada: Visitar y pasar unos días en el pueblo de Catemaco, en el estado de Veracruz. Hace un año, durante mi última estancia en esas tierras escribí lo siguiente:

“Catemaco se encuentra en el sureste del estado de Veracruz, en la selvática región de los Tuxtlas. Si hago un análisis de lo mucho que ha cambiado éste pueblo en los últimos veinte años creo que no acabaría. Las carreteras son mejores, la Feria que siempre abarrotaba toda zona central ha sido trasladada hacia las afueras de la población y el malecón, frontera de la inmensa laguna de Catemaco y el poblado del mismo nombre está más lindo que nunca. Aun así, a pesar de llevar toda mi vida viniendo no podría definir del todo lo que Catemaco ‘es’. Supongo que cuándo alguien más cree conocer algo, es en realidad cuándo más lo desconoce.

Catemaco son momentos de mi infancia. Son primeras veces. Son aventuras. Son añoranzas. Catemaco es selva, es la oportunidad que cada año se me da de disfrutar de la naturaleza en su máximo explendor. Catemaco era caminar en las mañanas por la orilla de la laguna con Papá, hoy es seguir ese camino sólo pero siguiendo sus huellas. Catemaco es tierra de magia, está en todos lados. Es un cerro de brujos buenos y otro de brujos malos. Es una laguna inmensa con islas habitadas por changos. Es una roca con unos pequeños pies marcados en una roca en dónde hace años se le apareció la Virgen al pescador Juan Catemaco, o es, una cascada impactante.

Son siete horas de camino desde el DF. Catemaco es comer vasitos con Tegogolos y tomar refresco Coyame hasta el cansancio, pues sabes que en ninguna otra parte del mundo podrás encontrarlos. Catemaco es calor con días lluviosos. Es querer volver una y otra vez aunque parezca que conoces está tierra como la palma de tu mano. Volver por gusto y por cariño a una tierra que supongo, debería empezar a llamar “mi segunda casa”. Cuando algún sitio te brinda un poco de su alma y a cambió te arranca momentos de tu vida, es imposible desprenderte de él. Aquí he crecido, jugado, llorado, pero sobre todo, he sido feliz. Sentir está tierra, llevármela en los poros de la piel”.

Eso y más era Catemaco hace un año. El sentimiento es ahora aun mayor al de aquella tarde nublada, las ganas de volver, ni se diga. El problema es que mi trabajo me lo impide. Al ser una especie de agencia informativa vivimos a la expensa de la información, y por lo tanto, los días feriados y periodos vacacionales no existen. Si en Navidad tuve cuatro días, ahora, para esta semana, sólo tendré libres jueves y viernes. Dos días sirven para descansar y reponer energías, pero no para viajar a un lugar así.

Después de observar como las peticiones de tomar vacaciones como la gente normal son siempre rechazados por nuestro jefe, decidí no correr la misma suerte y hacerle caso a ese viejo dicho: “Más vale pedir perdón, que pedir permiso”. Aun a sabiendas de que son días con gran carga de trabajo y que la empresa no atraviesa su mejor momento, he decidido faltar también martes y miércoles. ¿Soy un irresponsable?... puede ser, pero también soy consciente, pues mañana lunes sí iré a trabajar, a pesar de que habría sido mejor haberme tomado ya toda la semana libre.

El plan es el siguiente: Como siempre, mañana lunes llegaré a trabajar a las cinco de la mañana. A la una de la tarde saldré sin importarme si hay o no carga de trabajo (es mi hora común de salida, pero muchas veces suelo quedarme más tiempo). Llegaré a mi casa, cambiaré de auto y aproximadamente a las 3 de la tarde saldré rumbo a Catemaco. Después de atravesar tres estados de la República Mexicana y manejar por desiertas carreteras en medio de la oscuridad, cerca de las once de la noche iré llegando a mi destino, que por cierto, tengo planeado abandonar hasta el viernes al mediodía pues el sábado y domingo también me toca trabajar. Y hablando de eso...¿y mi empleo?... espero que no haya problema y para ello elaboré un plan: Redacté una mini-historia trágica como pretexto, misma que le repartiré a varios compañeros antes de marcharme a mi aventura. En ella describo brevemente lo que día tras día deben irle diciendo al jefe para justificar mi ausencia.

Ya sé que además de ser muy chafa eso de que me suceda una tragedia en plena Semana Santa, es de pésimo gusto y ni yo me creería. Habrá quien diga que con esas cosas no se juega pues atraen la mala suerte. Pero ahí está el encanto. Cuando uno es apasionado de la literatura sabe que la aventura y la incertidumbre es el motor de la vida misma. Para escribir hay que vivir, arriesgarse y sentir la adrenalina de no saber a dónde nos llevarán nuestras decisiones. Los trabajos vienen y van, además, ya estoy cansado del que tengo y no me importaría perderlo. Por eso me iré. Corriendo el riesgo de ser despedido y de pasar no sé cuanto tiempo sin dinero. Por eso sacaré del banco mi última quincena y me iré sin importarme otra cosa que no sea vivir, atrapar el amor de una vez por todas y llenarme de historias, que al fin y al cabo, son el motor de cualquier narrador.

Nunca he sabido porque soy así de impulsivo. Conforme avanza la tarde la emoción va creciendo en mi y me de la razón. Revisar el auto, hacer la maleta e imaginar los días que me esperan confirman mi decisión. Mi libreta de apuntes se convertirá en bitácora de viaje para después ser transcritas en este blog. No sé cuando estén leyendo esto, pero la próxima vez que vuelva a escribir en este blog, de salir todo bien, estaré en Catemaco.

Luego les cuento si me dejan desempleado. Aventura, allá voy.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Demasiado viejo para un carajo


Pienso afanosamente en otra imagen que ejemplifique mejor la idea de ser un fracasado en el amor. Me encantaría descubrir otra escena que fuera más triste y sobrecogedora que la que protagonicé hace unas cuantas noches y que hoy me obliga a relatarlo de manera medio confusa para salvaguardar lo poco que me puede quedar de dignidad.

Seguramente me equivoco y no es para tanto. Después de todo el escenario era yo caminando en medio de una madrugada de sábado. Cansado, ojeroso, temblando de frío y con los primeros indicios de una gripa que amenaza con volverse un resfriado letal. Aun con los oídos ensordecidos por la música del lugar que abandono, me dirijo a mi auto en una desolada calle de la Colonia Roma. De mi lastimado corazón las mejor ni hablamos. Tal es la imagen de mi derrota.

O soy yo, o las noches de fin de semana no se llevan conmigo.

Me volvió a pasar. De nuevo le di oportunidad a la noche para que por medio de su embrujo me concediera una de esas veladas de magia y pasión que mencionan las aquellas canciones destinadas a volverse inolvidables. Arriesgarse a qué cualquier cosa pasara y a pesar de ello, sentirse profundamente infeliz una vez que las cosas salieron mal, como si uno no supiera que el simple hecho de jugar implique una derrota. Estadísticas... las odio. Pero estaba ahí. En el mismo tiempo, en el mismo lugar. Compartiendo primero el auto, después una mesa en un bar y después en aquel tugurio a reventar y cuya música no me dejaba ni escuchar mis propios pensamientos. Éramos varios, pero para mi los demás ni existían. Podría estar contigo en cualquier lugar y la sensación de vértigo y fugacidad temporal hubiera sido la misma. Escuchar las verdades que según tú vistes de tonterías y que me pueden enseñar más de lo que imaginé jamás. Tenerte a lado y sentir la energía que irradias por los poros. Verte bailar. Verte reír. Verte y callarse. Verte y disfrutar de ese carisma que vuelves seducción.

Cuando horas después descubrí que yo no pertenecía a lugares así, ella sin darse cuenta ya me había roto el corazón y de paso me hizo aterrizar en mi realidad: tengo el alma vieja. Lo peor es que siempre lo supo y no hago ni el mínimo intento por cambiar. Demasiado viejo para soportar durante horas aquellas bocinas estremeciendo el lugar. Demasiado viejo para seguirle el paso a tu alocada vitalidad (apenas soy dos años mayor que tú y a veces me parecen décadas). Tan viejo como para solamente tomar tres cervezas en la noche y estar sobrio cuando la mayor parte del lugar se encuentra ya bajo los efectos de esas cervezas que conforme pasaba la noche más amargas me sabían.

Demasiado viejo para preferir estar platicando en un lugar calmado y tranquilo, y no en medio de una fiesta que todos menos yo comprenden. Viejo a mis 25. Y jodidamente joven como para declararme fascinado por ella, tan diferente y distante, y encima de todo, sentir que cada roce o gesto tuyo multiplica a mil el mareo de saberla a centímetros cerca. Demasiado viejo para escandalizarme por verla bailar con alguien más y peor tantito, disfrutarlo y sonreír. Comprender que no tengo ni el derecho ni la vergüenza por enojarme y refugiarme en la escritura pues la cobardía para tener el coraje y pelear por ti me lo impiden. Demasiado viejo para morirme de ti, entender que la noche no tiene cordura y que los deseos de la pasión gobiernan en cuanto el sol se esconde. Alma vieja, sueños cansados. El animo por los suelos y el frío de la noche. Demasiado viejo por retirarme a casa solo, dejándola ahí. Escuchar canciones de Armando Manzanero y apenas poder contener las lágrimas a causa de mi estúpido descubrimiento: entre nuestras formas de ser existe una galaxia de lejania.

Demasiado viejo para un carajo.

domingo, 9 de marzo de 2008

Encadenado

Una de las cosas a las que había rehuido desde que tengo blog, es a los ‘post-cadena’. La dinámica es sencilla y a la vez, similar a la de un virus que se va extendiendo lenta pero inevitablemente. Por eso, uno resignado sabe que tarde o temprano será invitado a participar en la dinámica de contestar algunas preguntas y como consuelo malévolo, pasar a otros 7 (¿por qué casi siempre es a siete personas?) la estafeta.

Bien dicen, ‘nunca digas nunca’. Yo que pensé jamás sería seducido por alguna invitación-cadena, me dispongo a contestar una, aunque eso sí, a medias. Habría que culpar a la autora intelectual que con sólo un mensaje logró doblar mi voluntad. O ella es muy buena para convencer a los demás, o soy un ‘fácil’ de lo peor.

Cuando caí en la cuenta de que en el blog de Nadia (http://nadiabonita.blogspot.com) era uno de los elegidos para enumerar las ‘ocho cosas que me gustaría hacer antes de morir’ mi primera reacción fue negarme rotundamente. Diez segundos después, la foto con su rostro tan agradable de su perfil y releer un par de sus entradas me hicieron mandar mis convicciones al demonio. Tal es el poder de las mujeres. Procedo entonces, a describir que cosas me gustaría hacer antes de morir....

1. Leer, leer y más leer. Lamentablemente nunca estaré satisfecho pues siento que ni en cinco vidas podría leer todos los libros que deseo. Suelo tener una lista de ‘lecturas pendientes’ que crece a un ritmo tan vertiginoso que jamás le daré alcance. Si ya sé que tarde o temprano me voy a morir, espero que mi vida tenga aun ‘mucho tiempo de literatura’.

2. Ver a México ganar un Mundial. Ya sé que no depende de mi, pero me gustaría verlo. Si bien, la Selección Sub-17 ya logró esa hazaña en el Mundial Juvenil del 2005 en Perú, el ver a México ser Campeón Mundial sería tan grande, que el simple hecho de imaginarlo hace que se me enchine la piel y el corazón me lata a mil por segundo.

3. Tener un sit-com. Es una de mis pasiones. También conocidos como programas de ‘comedia de situación’, las series de comedia al estilo ‘Friends’ me resultan atractivas y hasta adictivas. Por años he soñado con historias llenas de humorismo y situaciones ridículas, para mi desgracia me di cuenta que mi vida es así. Algún día aunare más en el tema, pero desde el 2001 estoy escribiendo un sitcom de nombre ‘La Esperanza muere al último’, completamente basado en mi vida. Desde que entre a la Preparatoria he ido dividiendo mi vida en temporadas. Actualmente voy en la novena. Cada que las cosas no me salen muy bien, basta con recordar que estoy en medio de una historia de comedia, entonces la realidad se vuelve más llevadera.

4. Viajar. No sólo por todo México o por el mundo entero. De nada sirve ir de vacaciones a muchos lados si no se conoce la esencia de los lugares que se visita. Conocer ideologías, el ambiente de otras ciudades, el ritmo de otras culturas. Internarse en calles, caminar, tener miles de aventuras. Puede ser un pueblo en las afueras de la Ciudad de México o un pueblo en medio de Australia, el chiste es hacer del mundo un lugar único para descubrir.

5. Ser agradecido. Espero que en el día lejanísimo (por si las dudas acabo de tocar madera) de mi muerte, mi conciencia esté tranquila y tenga la seguridad de que haya sabido corresponderle a todas esas personas que de una u otra forma me quieren y valoran. Sería terrible decepcionarles.

6. Haber encontrado la mitad de mi corazón. Enamorarme de mi alma gemela, encontrarle, saber que sin ella la vida es una nada. Amar tanto que ni el cielo, ni la tierra, ni el mar o el universo sean suficientes para expresar lo inmenso de ese sentimiento que nacerá de la mirada de una mujer. Para siempre y por siempre. Un romance que traspase el tiempo y cualquier historia de amor novelesca se vuelva menos. No sé quién será, pero seguramente tendrá un buen corazón, un alma engrandecida y será muy linda.

7. Tener un hijo. No tengo claro cuando pasará, si falta mucho, si falta poco, o si nunca vaya a pasar. Eso me da terror: nunca conocerte. ¿Te digo la verdad?. Llevo años imaginándote. En lo más profundo de mi corazón ya te tengo dibujado. ¿O será mejor decir dibujada?. Como sea, tu llegada llenará de paisajes luminosos cualquier árida obscuridad. Porque nacerás del más puro y grande amor.

8. Una novela. Quizá es el proyecto más ambicioso de mi vida, lo que más deseo e imagino. Esa obsesión que desde hace tanto no me deja en paz y que sólo se calmara cuando sea capaz de romper la barrera de mis limitaciones como escritor. Encontrar una historia atrapante, darle forma, dejar que me posea y que deje de ser mía, y finalmente, tener el tino, la suerte y fortuna de publicarla. Mi existencia entera tiene este último punto como pilar indiscutible. En él se sostiene todo lo demás. Faltan muchos años para acercarme al oasis que me quitará la sed, espero no morir en el intento.

Ya está, ya lo hice. Conté más de lo que esperaba y lejos de avergonzarme creo que hasta me hizo bien. Aquella cadena dice que debo pasar la tarea de contestar a la pregunta a otras personas. No lo haré y no me pregunten por qué. Así como tampoco me pregunten por qué acabo de confesarme en las líneas anteriores.

Una cosa es cierta. Caí capturado. Estoy encadenado.

jueves, 6 de marzo de 2008

Fiebre futbolera de miércoles por la noche

Desperté, como cada jueves, con las piernas llenas de moretones, varios golpes en el cuerpo y con mis extremidades adoloridas. Curiosamente, mis primeros pensamientos de éste día frecuentemente reviven las últimas horas del miércoles que desde hace cinco meses dedico para jugar al futbol.

No sé si llamarlo propiamente ‘equipo de futbol’, cuando en realidad somos un grupo de buenos amigos jugando a ser futbolistas. Qué importa que usemos el uniforme azul turquesa del Barcelona y el equipo se llame ‘Roma 2’, que no siempre obtengamos los mejores resultados o que constantemente suframos para completar los $500.00 que nos cuesta el arbitraje por cada partido. Lo evidentemente importante y quizá lo único es que cada miércoles por la noche nuestras vidas estén dedicadas enteramente al futbol. “De Jueves a Martes tienes mi amor, déjame el miércoles pa’ echar el fut”.

La mayoría nos conocemos desde hace años. Saco cuentas y sorprendido descubro que tenemos diez años saliendo a jugar por lo menos una vez por semana. Ya sea en un parque, en la calle, en una campo de futbol profesional, rápido o como en está ocasión, de fut 7. Así como hay quienes hacen parte de su vida las noches de domino con los amigos o ir a tomar un par de cerveza, para nosotros, a una semana sin jugar futbol siempre le faltará algo.

Quienes alguna vez han estado en algún equipo deportivo, sabe que entre sus integrantes se forman lazos que solo la competencia y solidaridad pueden forjar. Máxime si ya desde antes ya existe una sólida amistad de años. En lo absoluto pretendo quito el encanto a convivir con los amigos en un antro, bar o fiesta, pero luchar juntos por un objetivo en común, definitivamente es otra cosa. Ver el uno por el otro, preocuparse por valorar y dignificar el esfuerzo de los demás, celebrar cada victoria y juntos asumir cada derrota. Compartir raspones, golpes, descalabros, rostros sucios y sudados. Enojarnos entre nosotros cuando las cosas no salen como quisiéramos y sin embargo saber que todo quedará en el olvido al escuchar el silbatazo final del arbitro. Si esto no es un equipo, no sé que otra cosa lo pueda ser.

Hace una hora vi por televisión el juego de la Copa Libertadores en el que el Atlas de Guadalajara perdió 3-0 en su visita a Boca Juniors. En unos minutos empezará el juego entre las selecciones Sub-23 de México y Finlandia. Veo a los jugadores de ambos partidos y es inevitable sentirme al menos un poco identificado con ellos. Nunca jugaré un partido de Primera División y mucho menos un Mundial, pero guardando proporciones, sé la adrenalina que se genera unos minutos antes de saltar al campo de juego. Mayormente siendo el portero del equipo y sabiendo que cualquier error o desatención puede costarle caro (y vaya que ha costado) al equipo. He tenido paradas y salidas que no le piden nada a las de Jorge Campos en sus mejores años y también he recibido goles infames e infantiles.

Hemos ganado, empatado y perdido. Nos hemos llevado golizas para olvidar y victorias para recordar. Pero sobre todo, ir atesorando un montón de anécdotas es el mejor trofeo a la aventura que cada noche compartimos. Los raspones y cansancio, en tales circunstancias, hasta saben bien. Tengo unos días para reponerme, al menos hasta que llegue el próximo miércoles.

- dedicado a Claudio, Rodrigo, Luis Felipe ‘Kong’, Alex y demás miembros del equipo. Y a Felipe y Huriat (que no están pero es como si estuvieran).

lunes, 3 de marzo de 2008

Más Pedro Infante, menos Luis Miguel

Otro texto sobre el amor, ¿no sé escribir de otra cosa?. Como sucede muy a menudo, aquí estoy de nuevo, mandándote señales mal escondidas entre mis palabras y guardando la siempre absurda esperanza de que entiendas que van dirigidas a ti....

1. Pedro Infante

¿Quién, al menos en México, no recuerda al inmortal Pedro Infante?. Actor de una gran cantidad de películas de la llamada ‘Época de Oro’ del cine mexicano, cantante emblemático de la música ranchera e ídolo nacional. Hablar de Pedro Infante es referirse a no de los íconos más grandes que ha tenido la cultura mexicana y cuyo encanto sigue conquistando a generaciones enteras. Su humildad y carisma sin igual hacían que Pedro ganara el cariño de todos a su alrededor. No es de extrañarse que varias décadas después de su muerte, siga inalterable su estatuto de ‘galán’ entre las mujeres, ni tampoco que, a pesar de no ser un hombre tan guapo, siempre brillara por sobre los demás cantantes y actores de esa época

Definitivamente su encanto radicaba en su personalidad. Quienes lo conocieron dicen que lo simpático, valiente, descarado y galante de sus personajes no eran nada en comparación con su forma de ser fuera de los reflectores. El tipo era deportista, no tomaba (por más que en sus películas actuara a la perfección el papel de borracho) y siempre, ante todo, un enamorado de las mujeres.

Ya llegó tu enamorado
al que nunca correspondes.
Ya llegó hasta la ventana
desde donde tú lo escuchas
pero donde tú te escondes.
Ya no sé ni que decirte,
ya ni tengo que cantarte.
Yo quisiera maldecirte
pero ya estoy convencido
que nací para adorarte.

Ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay, ay
la suerte me está fallando.
Ay, ay, ay, ay, ay, corazón,
la vida me estás cambiando.

Ya llegó tu enamorado
el que te interrumpe el sueño,
ese pobre desgraciado
que anda siempre desvelado
porque quiere ser tu dueño.
Alguien me contó tu vida
supe de tus ilusiones,
yo no sé si me equivoque
pero casi estoy seguro
que te gustan mis canciones.
Canta Pedro Infante en ‘Tu enamorado’, una de sus canciones más famosas. Ignoro cuantos hombres han sentido, al menos por una vez en la vida, ganas de ser como él. Imaginarse en medio de la trama de cualquiera de sus películas siendo él resultará siempre tentador. Ser valiente, arrojado, descarado y luchón. Que lo mismo nos diera una pena de amor, pues para ponerle remedio sólo nos bastaría una botella de tequila, unos mariachis y la esperanza de que tarde o temprano el orgullo de aquella ‘ingrata mujer’ sería vencido por nuestras serenatas. Ser ese Pedro Infante que sin importar mil desprecios y bofetadas sigue su camino alegre en busca de la conquista. Valiente como Pepe El Toro, decidido como un García, con el encanto de un Huasteco.

2. Luis Miguel

También de Luis Miguel podrían escribirse miles de hojas. Su vida alcanza de sobra para ser el sueño de cualquier biógrafo. Cantante desde su infancia, su siempre enigmática historia familiar y su éxito indiscutible (nos guste o no) en la industria de la música en español le ha valido nunca dejar de estar presente en la opinión pública. Quizá sea su fama de casanova, seductor y millonario cotizado, o la barrera que auto impuso entre su persona y el resto del mundo.

Constantemente las fotos de los paparazzi nos ofrecen la imagen de Luis Miguel en paseos en yate, visitando los restaurantes y clubes más exclusivos del mundo, descansando en algunas de sus casas ubicadas en lugares paradisíacos, caminando de la mano de las más cotizadas modelos y bellezas del espectáculo mundial en distintas ciudad de Europa. Siempre glamour, siempre historias de conquista, siempre misterio... ¿siempre soledad?.

Si tú me hubieras dicho siempre la verdad.
Si hubieras respondido cuando te llamé.
Si hubieras amado cuando te amé.
Serias en mis sueños la mejor mujer
Si no supiste amar, ahora te puedes marchar.

Si tú supieras lo que yo sufrí por ti,
teniendo que olvidarte sin saber por qué.
Y ahora me llamas, me quieres ver.
Me juras que has cambiado y piensas en volver.
Si no supiste amar, ahora te puedes marchar.

Canta Luis Miguel en uno de los videos de sus años de juventud. Con su cabellera larga y rubia como de León, la imagen de ese y de los posteriores Luis Miguel no dejan de transmitirnos el mismo mensaje: el del tipo que se sabe agraciado y al que el amor le importa pero no lo suficiente como para luchar por él. ‘Habiendo tantas mujeres, ¿para qué perder el tiempo y las energías en alguien que se pierde a un muñeco como yo?’. Si cantarle a la mujer, mostrarle el mundo de sofisticación y las bondades que con nosotros puede alcanzar, pero jamás rogar pues somos ‘Oro de Ley’.

3. ¿Pedro o Luis Mi?

Si bien, no coincidieron en tiempo y menos en el estilo, ambos son ídolos en México y en otras partes del mundo. Las mujeres los consideran (agreguemos el –aban en el caso de Pedro) guapos. Sé que de origen, mi planteamiento se basa en catalogar la imagen de Pedro Infante y de Luis Miguel con dos comportamientos totalmente opuestos es incorrecta. Seguramente Luis Miguel no es tan patán ni Pedro Infante era tan perfecto. Más de una canción del Sol habla del amor verdadero y alguna canción de Pedro debe dejar de largo el sentimiento humano. No conocí a Pedro y a Luis Mi-Rrey sólo lo he visto un par de veces sin intercambiar alguna palabra con él, por lo tanto no hago más que conjeturas a la ligera.

Ser más uno que otro. Quienes me conocen coincidirán conmigo: mi estilo (aunque guardando las enormes distancias) coincide más con el de Pedro Infante. Eso de los detalles, de las palabras, de querer vencer las barreras impuestas por la dama por medio de la galantería de un poema o una sonrisa. Emplear la picardía y el ingenio ante el rechazo, convertir un efecto desafortunado en el motor que por medio de la simpatía, nos acerque un poco más a la conquista. ¿Cómo le hacía Pedro Infante? ¿Cómo transformaba la dureza de un ‘usted es un canalla sinvergüenza pobretón’ por frases de amor?... Más aun, ¿cómo le hace Luis Miguel para indiferente y hasta con un cierto aire de desprecio, dejar ir el desamor?. Escucho ‘Ahora te puedes marchar’ y me preguntó cuál es la formula para decirlo convencido. No negaré que en muchas ocasiones de mi vida, al decidir dejar de sufrir con alguien y decir ‘no más’ mi convicción es real pero siempre el corazón termina hundiéndome en la melancolía.

Mantener la fe y esperanza ciega en que una ilusión se vuelve cariño y después amor, o tener la desfachatez de mandar todo al diablo, valorarme y divertirme un poco más sin escuchar los latidos que a veces emite mi pecho. Ambas posturas atraen, pero sólo si se tiene éxito, pues nunca será agradable ni un rogón, ni un alzado. Mucho menos el termino medio que ahora soy, debatiéndome entre dos papeles que por más que ensayo no me salen.

No sé cuantas veces más escriba sobre ti, pues al fin y al cabo, si lees esto (lo cual ya es un éxito en sí) nadie me garantiza que te des cuenta que es para ti. No sé si quedarme de pie ante el campo de batalla por más que a veces no vea reacción alguna o abandonar todo y dejarte a tu suerte, pues al fin y al cabo, a este guerrero poco sueles usarlo en tus batallas. Si tan sólo mandaras una señal... parado aquí, en medio del fuego cruzado y no en una de las orillas, soy más susceptible a sufrir heridas.