lunes, 7 de mayo de 2007

Una imagen desoladora

Es mediodía. Caminas por el andén de la estación Iztacalco esperando sin mucha prisa que llegué el metro y te dirijas, como cada día, al trabajo. Miras pero sin ver lo que sucede a tu alrededor, pues tu mente -lejos de encontrarse con las caras de quienes como tú, continúan su espera-, se encuentra absorta en la lectura de un libro de Vargas Llosa y en la música que sale de tu pequeño ipod.

No sabes, no te interesa saber ya cuántos minutos llevas ahí. Tampoco si por éste retraso (el cuarto del mes) te correran del trabajo, pues a tú edad y con tus padres asegurando tu futuro, el mañana poco importa. Notas que a tu alrededor la gente se desespera, y sin embargo, a ti te basta con escuchar ‘Let it be’ de The Beatles para tranquilizarte y ‘dejarte ser’.

Después llega el metro, siempre naranja, siempre igual. Subes. Apenas pones un pie dentro del vagón y el mundo se te cae pues ya viste al primero de ellos. Intentas esquivarlo con toda la habilidad que tu repentina sorpresa te permite. Y ahí está: un joven, casi un niño de no más de 16 años yace dormido en una de las esquinas, muy pegado a la puerta. Zapatos sucios, sin agujetas y casi en pedazos; pantalón descolorido, sucio y deshilachado; y en su rostro inconsciente y maltratado, lleno de costras de mugre la expresión de aquellos que no tienen nada, salvo los deseos de olvidar todo en el sueño.

Te preguntas si está drogado, borracho, aturdido o sólo dormido. Pronto descubres que no es el único. Cerca de él, dos niños más pequeños pero igual de descuidados juguetean, saltan se empujan. Son sus hermanos, y tampoco ocultan la pobreza que a estas alturas empieza a transformarse de incomoda a lastimosa. Junto a ellos va quién crees es su padre. Un hombre joven que según tus cálculos no rebasa los cuarenta y cuya imagen no sería tan desgarradora como la de sus hijos, de no ser por un pequeño detalle: una bolsa de diálisis que sale de su playera rota del América y que cuelga en uno de los extremos de su pantalón, sin que a su propietario le importe mucho que todos a su alrededor lo vean con una especia de asco mezclado con piedad.

Entonces caes en la cuenta de la fortuna de tu fortuna que siempre maldices. Pues ante un espectáculo así, ni Vargas Llosa, ni Los Beatles, ni tu ipod pueden quitarte la pesada sombra de tristeza que velozmente se apoderó de ti. Quieres decirte que aquello que hoy ves por descuido en realidad no existe, mientras te preguntas cómo esa familia tan peculiar soporta vivir en un mundo que más bien parece calvario.

Llegas a la siguiente estación. Sólo llevas un minuto contemplando aquel drama y ya quisieras salir a tomar aire y olvidar todo. Recobrar la alegría inicial de tu viaje. Pero no bajas. En esas cuatro personas hay algo que no te deja abandonarlas, un pudor por lo ajeno que te paraliza y que sólo te permite darles la espalda y caminar hasta el otro extremo del vagón. Cambias la canción del ipod por una más alegre de Black Eye Peas y no vuelves a voltear.

Tres horas después estás en el trabajo. No te despidieron. De tu recorrido en el metro ya ni te acuerdas.

De no haber volteado, te habrías dado cuenta que unas estaciones más adelante un vendedor entró ofreciendo un disco compacto pirata con canciones infantiles. De no haber volteado, hubieras visto como los dos hijos menores del hombre con la diálisis saltaban llenos de alegría y como éste, conmovido por la sonrisa de sus hijos, busca y saca de una de sus bolsas la única moneda que trae. Diez pesos, que de igual manera no le quitarán su problema de insuficiencia renal, ni le dará a sus hijos un futuro más brillante o al menos unos zapatos decentes. Diez pesos que sin embargo, los anestesiarán, al menos por esta tarde, de su triste y desolador futuro.

2 comentarios:

Gonzalo Del Rosario dijo...

En primer lugar me enorgullece saber que lees a Vargas Llosa ¿cuál libro es? y en segundo, soy refanático de THE BEATLES, si te has tomado la molestia de ver por ahí en mi blog, encontrarás 3 artículos que hablan sobre ellos.
Ahora a lo serio: La pobreza es una realidad triste pero real de latinoamérica.
En Perú, no es muy diferente, en cada esquina encuentras miseria. Claro que por acá no hay metros, sino micros viejos y combis apestosas donde niños desde 4 años suben a cantar con unas conchitas y a vender caramelos de limón, esa es la verdad, y luego bajas del micro e intentas insertarte otra vez en el parnaso de la universidad.

gabriel revelo dijo...

he leído algunos del maestro Vargas Llosa, pero si tuviera que quedarme con uno, ese sería 'La Guerra del Fín del Mundo'... la leería una y otra vez sin cansarme.

Respecto a The Beatles, mi papá era fan, y algo de ese fanatismo vive en mi... 4 genios.