Cierro los ojos, la imagen sigue allí. Tan nítida y aterradora como hace un par de horas, cuando iba por la calle y de la nada apareció aquella escena.
Supongo que pocas cosas provocan el mismo efecto impactante que causa ver a un atropellado. Si he de describir la sensación, diría que es un escalofrío con tintes de tristeza que nace en nuestro pecho y va recorriendo cada uno de nuestros nervios. Eso mismo sentí hoy. Eran casi las dos de la tarde y manejaba por uno de los camellones que bordea la zona de centros comerciales de mi colonia. Un montoncito de gente y dos patrullas llamaron mi atención. Al pasar a lado de la escena la entendí por completo: un auto Sentra azul atravesado en la calle; a unos metros del cofre, una mujer tirada e inconsciente es atendida por tres ciudadanos; en la banqueta, dos señoras consuelan y revisan cuidadosamente a una niña de unos cinco años; los cinco policías, para variar, no hacen nada.
Pasé a lado de aquel cuadro y no reaccioné. Quería retroceder, ayudar. Lo pensé dos segundos más y caí en la cuenta: no haría más que estorbar. ¿O será el morbo? Algo en la idea de regresar me atraía, me seducía y claro, me laceraba la razón. Estacioné el auto a unos trescientos metros del lugar del accidente. Mientras me dirigía al banco escuché a varias personas hablar de lo que minutos atrás había pasado. Al parecer, el conductor de un coche azul arrolló a una señora. Una niña que la acompañaba apenas fue tocada por el auto. El conductor fue detenido por varios testigos de los hechos. En el banco intentaba, sin mucho éxito, contarme una historia diferente a la que la realidad acababa de mostrarme. Más que el cuerpo inerte de esa señora o lo que pudiera pasara con el conductor, era la cara de esa niña la que no dejaba (y aun a estas horas, no deja) de proyectarse en mi imaginación cada que cierro los ojos.
Diez minutos después regresé por el mismo camino. La ambulancia aun no había llegado, la niña ya no estaba y el cuerpo yacía en el mismo lugar, sólo que ahora cubierto por una sábana.
La primera vez que vi un muerto fue un 6 de abril. A mis diez años ver el rostro de aquel anciano, también tirado en la calle, con los ojos abiertos y sin vida, perdidos en la nada, me atormentaron por años. Esta noche, los dos cuerpos atropellados se superponen y enrarecen mi estado de ánimo. Las decenas de preguntas que acompañan esta sensación lejos de ayudar me revuelve aun más el estomago. ¿Servirá de algo saber, o es mejor vivir en la incertidumbre del desconocimiento? Nunca sabré si la muerte rondó y tuvo éxito aquel medio día en el lugar del accidente, ni si aquella niña era su hija, ni mucho menos, las cosas que pasaban por la mente del conductor que en cuestión de minutos se convirtió en villano quizá sin merecerlo.
Cuando una vida se va uno se siente tocado, no tanto por el ser que abandona el mundo como por el baño de cruda realidad que significa el darse cuenta de lo frágil que somos. Dudo que por un buen tiempo lo olvidé, me basta cerrar los ojos para volver a ver ese cuerpo inerte, a la expectativa del destino.
Supongo que pocas cosas provocan el mismo efecto impactante que causa ver a un atropellado. Si he de describir la sensación, diría que es un escalofrío con tintes de tristeza que nace en nuestro pecho y va recorriendo cada uno de nuestros nervios. Eso mismo sentí hoy. Eran casi las dos de la tarde y manejaba por uno de los camellones que bordea la zona de centros comerciales de mi colonia. Un montoncito de gente y dos patrullas llamaron mi atención. Al pasar a lado de la escena la entendí por completo: un auto Sentra azul atravesado en la calle; a unos metros del cofre, una mujer tirada e inconsciente es atendida por tres ciudadanos; en la banqueta, dos señoras consuelan y revisan cuidadosamente a una niña de unos cinco años; los cinco policías, para variar, no hacen nada.
Pasé a lado de aquel cuadro y no reaccioné. Quería retroceder, ayudar. Lo pensé dos segundos más y caí en la cuenta: no haría más que estorbar. ¿O será el morbo? Algo en la idea de regresar me atraía, me seducía y claro, me laceraba la razón. Estacioné el auto a unos trescientos metros del lugar del accidente. Mientras me dirigía al banco escuché a varias personas hablar de lo que minutos atrás había pasado. Al parecer, el conductor de un coche azul arrolló a una señora. Una niña que la acompañaba apenas fue tocada por el auto. El conductor fue detenido por varios testigos de los hechos. En el banco intentaba, sin mucho éxito, contarme una historia diferente a la que la realidad acababa de mostrarme. Más que el cuerpo inerte de esa señora o lo que pudiera pasara con el conductor, era la cara de esa niña la que no dejaba (y aun a estas horas, no deja) de proyectarse en mi imaginación cada que cierro los ojos.
Diez minutos después regresé por el mismo camino. La ambulancia aun no había llegado, la niña ya no estaba y el cuerpo yacía en el mismo lugar, sólo que ahora cubierto por una sábana.
La primera vez que vi un muerto fue un 6 de abril. A mis diez años ver el rostro de aquel anciano, también tirado en la calle, con los ojos abiertos y sin vida, perdidos en la nada, me atormentaron por años. Esta noche, los dos cuerpos atropellados se superponen y enrarecen mi estado de ánimo. Las decenas de preguntas que acompañan esta sensación lejos de ayudar me revuelve aun más el estomago. ¿Servirá de algo saber, o es mejor vivir en la incertidumbre del desconocimiento? Nunca sabré si la muerte rondó y tuvo éxito aquel medio día en el lugar del accidente, ni si aquella niña era su hija, ni mucho menos, las cosas que pasaban por la mente del conductor que en cuestión de minutos se convirtió en villano quizá sin merecerlo.
Cuando una vida se va uno se siente tocado, no tanto por el ser que abandona el mundo como por el baño de cruda realidad que significa el darse cuenta de lo frágil que somos. Dudo que por un buen tiempo lo olvidé, me basta cerrar los ojos para volver a ver ese cuerpo inerte, a la expectativa del destino.
6 comentarios:
Ah, yo he visto varios atropellados pero de lejitos, yo también me clavo un poco imaginando...No sé, todo lo que tenga que ver con la muerte me saca de onda.
La muerte nos aterra en su certeza de conocimiento, de saber que nos tocará un turno. Pero si lo aunas a la incertidumbre de no saber nunca más que paso con aquella niña desamparada, se duplica el desasociego, lo segundo, para mi, es lo más importante, una niña sola, a merced de el mundo, almenos por ese instante desprotegida. La mujer, ya no hay porque preocuparse por ella, lo peor que podía pasarle ya sucedio, ya no hay más para ella, ni bueno, ni malo.
Si, está cabrón, yo creo que es porque volvemos a recordar que somos vulnerables
damn. pues sí, algo así pasa. recuerdo la primera vez que se nos murió un paciente en urgencias meitnras enfermeras, el médico tatante, el interno un compañero y yo, estuvimos varios minutos tratando de resucitar con RCP y fármacos a un diabético descompensando. fue a las 20:40...20:41 según el reloj del médico. y pensar que yo había sido el último en darle masaje cardiaco, luego de que recaia en paro varias veces. se sintió medio gacho, no tanto porque de repente es un cuerpo inerte, si no por el llanto de los familiares que por un momento se les deja con su muerto para que lloren a gusto.
tiempo después pasamos visita en otro servicio y otro médico predijo la muerte de una paciente comatosa, y efectivamente a la media hora se murió, me di cuenta por el llanto del familiar que ya había sido advertido.
pero por accidentes es como diferente, como la vez que vi unos chavos accidentados por c.u., la verda ni para meter mano por diversas cuestiones, pero fucking muerte.
sí saca de onda un leve.
La muerte, ese tema si que es difícil. Comparto con Tito, ese tipo de circunstancias nos hacen recordar lo frágiles que somos y como nuestra vida puede terminar en un instante.
Pero por eso no hay que dejar de disfrutar diariamente del milagro estar vivos.
Te dejo una cita del poema de Jaime Sabines, Me encanta Dios.
“…Y por eso inventó la muerte: para que la vida — no tú ni yo - la vida, sea para siempre.”
Te mando un abrazo (espero puedas sentirlo)
k: lo peor de la muerte es que no se conforma con llevarnos, sino que se ensaña mostrandonos sus efectos en los demás.
kiddo: sí, la incertidumbre muchas veces es peor que una verdad. ojalá esa niña esté bien.
el tito: vulnerables y conscientes, pa' acabarla de fregar.
doc alvi: si los médicos nunca se acostumbran a la muerte, imaginate como impacta al resto de los mortales.
deli: ahhh Sabines, es inevitable que su poesía tan sabía nos llegue. gracias por el abrazo.
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