Una vez más, otra ridícula historia de mi vida.
Cosa curiosa, el amor siempre me mete en problemas y esta historia no es la excepción. Por ahí de mediados de los ochenta, tenía unos 4 años, cursaba el 3er año del Jardín de Niños (o kinder, pa’ la gente de mundo) y estaba enamorado de una niña llamada Martha Patricia. Siempre hacía todo lo posible por estar cerca de ella y lo demás poco me importaba con tal de lograr mi objetivo. Lo malo es que ella, demasiado ocupada en jugar a las muñecas y a la comidita, poco o nada reparaba en mis constantes esfuerzos por hacerme notar.
No recuerdo por qué, pero una mañana el grupo en el que iba se dividió en dos bandos y estalló la guerra. Seguramente era una tontería la que causó la confrontación, es más, casi apostaría a que fue sólo un vago pretexto para ‘jugar’ con toques de seriedad, porque eso sí, aquel conflicto inter-alumnos para nosotros era la cosa más sería del mundo. Tampoco sé porque la batalla se pactó para el otro día… ya ven, el mundo de los niños rara vez da explicaciones.
Aquél día, antes de la hora de la salida, los integrantes de mi bando nos reunimos para planear las estrategias que usaríamos para alcanzar la victoria. A cada uno nos tocaría traer cacerolas, ollas, palos y demás artículos que sirvieran para golpear, atontar y dejar fuera de combate a los enemigos. Entonces, yo tan consciente de que la guerra genera heridos, me auto-propuse como voluntario para traer las medicinas con las cuales atenderíamos y curaríamos a nuestras probables bajas bélicas.
Pasé la tarde hurgando en el botiquín de emergencias y en el cajón de medicinas de casa. Tomé unas vendas, cinta adhesiva, gasas, un montón de cajas de diversos tamaños y unos frasquitos que quién sabe qué traían. Según yo, entre más rimbombante el nombre, más efectiva la medicina. Guardé todo mi arsenal de medicinas en mi cuarto y rogando que mis papás no se dieran cuenta, me dormí deseando que el próximo día llegara lo más rápido posible y poder tener así, la posibilidad de lucirme ante Martha Patricia y ser algo así como su héroe. Porque la verdad, si no fuera por ella ni loco hubiera entrado en una pelea que ni motivo tenía (curioso, como las guerras de los grandes) y menos me hubiera arriesgado a recibir una buena reprimenda por andar hurtando medicamentos.
Llegó el día esperado. Aunque los hechos tendrían lugar a la hora del recreo, desde las primeras horas de clase una ansiedad bañada de emoción envolvía el ambiente. No sé si la maestra de preescolar estaba ciega o de plano fingía demencia, pues no me explicó cómo no veía que dentro de aquellas loncheras más cargadas de lo habitual, se encontraban mal guardados decenas de objetos de contrabando destinados a impactar en otro cuerpo infantil. Cuando el sonido de la campana rompió el silencio y anunció el inició del receso, los niños y niñas participantes de la futura gresca salimos en silencio y nos dirigimos a la parte más lejana del patio.
De repente comenzó todo: tierra por todos lados, gritos, cosas volando por aquí y por allá, niños llorando, niños que se caen. Yo como buen niño gordo que era (¿y qué soy?) avanzaba tirando a cuanta criatura me encontraba enfrente. Obviamente, la buscaba a ella, quién por cierto, cuando la encontré, lejos de compartir mi preocupación por su integridad física, disfrutaba de lo lindo estar en medio de esa tierra de nadie. Tras comprobar que el objeto de mi afecto estaba a salvo, recordé las medicinas, me paré debajo de un árbol y entonces grité: “todos los heridos vengan, aquí está el hospital de la guerra”. Y fue un éxito, unos niños llorando, llenos de tierra y con golpes muy, pero muy leves llegaron con la esperanza de encontrar una rápida cura a su dolor y regresar cuanto antes a la batalla. Yo, como todo un profesional, sacaba pastillas, daba jarabes, ponía curitas, vendas y untaba substancias en las zonas golpeadas. Los heridos seguían llegando y yo, con singular alegría los despachaba de vuelta a sus obligaciones militares. Cuando de reojo observé que Martha Patricia seguía con atención mi debut como médico militar, me sentí orgulloso de mí. Aquella guerra, a diferencia de las reales, había valido la pena.
Cosa curiosa, el amor siempre me mete en problemas y esta historia no es la excepción. Por ahí de mediados de los ochenta, tenía unos 4 años, cursaba el 3er año del Jardín de Niños (o kinder, pa’ la gente de mundo) y estaba enamorado de una niña llamada Martha Patricia. Siempre hacía todo lo posible por estar cerca de ella y lo demás poco me importaba con tal de lograr mi objetivo. Lo malo es que ella, demasiado ocupada en jugar a las muñecas y a la comidita, poco o nada reparaba en mis constantes esfuerzos por hacerme notar.
No recuerdo por qué, pero una mañana el grupo en el que iba se dividió en dos bandos y estalló la guerra. Seguramente era una tontería la que causó la confrontación, es más, casi apostaría a que fue sólo un vago pretexto para ‘jugar’ con toques de seriedad, porque eso sí, aquel conflicto inter-alumnos para nosotros era la cosa más sería del mundo. Tampoco sé porque la batalla se pactó para el otro día… ya ven, el mundo de los niños rara vez da explicaciones.
Aquél día, antes de la hora de la salida, los integrantes de mi bando nos reunimos para planear las estrategias que usaríamos para alcanzar la victoria. A cada uno nos tocaría traer cacerolas, ollas, palos y demás artículos que sirvieran para golpear, atontar y dejar fuera de combate a los enemigos. Entonces, yo tan consciente de que la guerra genera heridos, me auto-propuse como voluntario para traer las medicinas con las cuales atenderíamos y curaríamos a nuestras probables bajas bélicas.
Pasé la tarde hurgando en el botiquín de emergencias y en el cajón de medicinas de casa. Tomé unas vendas, cinta adhesiva, gasas, un montón de cajas de diversos tamaños y unos frasquitos que quién sabe qué traían. Según yo, entre más rimbombante el nombre, más efectiva la medicina. Guardé todo mi arsenal de medicinas en mi cuarto y rogando que mis papás no se dieran cuenta, me dormí deseando que el próximo día llegara lo más rápido posible y poder tener así, la posibilidad de lucirme ante Martha Patricia y ser algo así como su héroe. Porque la verdad, si no fuera por ella ni loco hubiera entrado en una pelea que ni motivo tenía (curioso, como las guerras de los grandes) y menos me hubiera arriesgado a recibir una buena reprimenda por andar hurtando medicamentos.
Llegó el día esperado. Aunque los hechos tendrían lugar a la hora del recreo, desde las primeras horas de clase una ansiedad bañada de emoción envolvía el ambiente. No sé si la maestra de preescolar estaba ciega o de plano fingía demencia, pues no me explicó cómo no veía que dentro de aquellas loncheras más cargadas de lo habitual, se encontraban mal guardados decenas de objetos de contrabando destinados a impactar en otro cuerpo infantil. Cuando el sonido de la campana rompió el silencio y anunció el inició del receso, los niños y niñas participantes de la futura gresca salimos en silencio y nos dirigimos a la parte más lejana del patio.
De repente comenzó todo: tierra por todos lados, gritos, cosas volando por aquí y por allá, niños llorando, niños que se caen. Yo como buen niño gordo que era (¿y qué soy?) avanzaba tirando a cuanta criatura me encontraba enfrente. Obviamente, la buscaba a ella, quién por cierto, cuando la encontré, lejos de compartir mi preocupación por su integridad física, disfrutaba de lo lindo estar en medio de esa tierra de nadie. Tras comprobar que el objeto de mi afecto estaba a salvo, recordé las medicinas, me paré debajo de un árbol y entonces grité: “todos los heridos vengan, aquí está el hospital de la guerra”. Y fue un éxito, unos niños llorando, llenos de tierra y con golpes muy, pero muy leves llegaron con la esperanza de encontrar una rápida cura a su dolor y regresar cuanto antes a la batalla. Yo, como todo un profesional, sacaba pastillas, daba jarabes, ponía curitas, vendas y untaba substancias en las zonas golpeadas. Los heridos seguían llegando y yo, con singular alegría los despachaba de vuelta a sus obligaciones militares. Cuando de reojo observé que Martha Patricia seguía con atención mi debut como médico militar, me sentí orgulloso de mí. Aquella guerra, a diferencia de las reales, había valido la pena.
Las maestras nunca se dieron cuenta del zafarrancho que se armó, que por cierto, llegó a su fin junto con el recreo. Que yo sepa, en mi casa jamás se enteraron del robo de medicinas, las cuales volvieron a su lugar esa misma tarde. Al otro día todos los que participaron en la guerra asistieron al Jardín de Niños y tan amigos como siempre. Ninguno, que yo supiera, fue regañado por llegar untado en merteolate u oliendo a medicamentos raros. Nadie se intoxicó o murió envenenado, lo cual, dadas las circunstancias fue un milagro. ¿A qué mente enferma se le ocurre medicar a su antojo a niños de cinco años?... exacto, a otro niño de cinco años.
Seguramente ese recreo quedó en el olvido para todos aquellos que participaron en la revuelta. Para todos menos para mí, que la recuerdo con una sonrisa en los labios gracias a que por primera vez obtuve la atención de la mujer (ejem… niña) por la que me desvivía, y sobre todo, por salir bien librado de la posibilidad de haber acabado con el resto de mis compañeros de clase.
Seguramente ese recreo quedó en el olvido para todos aquellos que participaron en la revuelta. Para todos menos para mí, que la recuerdo con una sonrisa en los labios gracias a que por primera vez obtuve la atención de la mujer (ejem… niña) por la que me desvivía, y sobre todo, por salir bien librado de la posibilidad de haber acabado con el resto de mis compañeros de clase.
9 comentarios:
jajajajajajaja
ya me imagino las diarreas nunca confesadas o el dolor de panza inexplicable... que bueno qeu en tu casa no habioa medicinas de alto riesgo...
yo tambien participaba en guerras pero los proyectiles eran huevos crudos lanzados como misiles a la escuekla vecina
ajaja
besos
jajajajajajaja
Está buena la anecdota, que inocentes podemos llegar a ser a veces. Que peligroso además, eso de medicar a lo wey. Pero chido que no pasó a mayores
Me recrodaste unas batallas campales tipo Corazón Valientes en primero de primaria, con reglas de metal, portafolos samsonite como escudos... la mamada
Saludos man
jajaa, yo una vez me comí un chile en vinagrede un solo bocado para impresionar a una niña en la primaria, jaja.
ah si, esas cosas suceden.
jaja
qué loco, oye y en qué kinder ibas, yo iba en el carlos chávez. alo mejor fue el mismo.
bye
Muy bueno el relato sr. revelo. En la infancia creo que muchos hemos estado "enamorados" por alguna primogénita del amor chabacano en el colegio o en el jardin. La cosa es que quién no se ha arraigado en esos desmanes proteccionistas hacia la niña de dulce mirada o bella sonrisa. Niños: me pongo a llorar cuando recuerdo que era niño, son cosas maravillosas en realidad, que uno recuerda con mucha alegría. Saludos.
jajaja! Qué ocurrente! No recuerdo mucho mis cinco años. Talvez por allí alguna batalla, pero felizmente ningún Dr. Revelo!
Saludos!
Vaya que es una excelente anécdota!!!.. me reí mucho... Supongo que el hecho de que no haya habido heridos reales lo hace divertido jaja.
Creo que todos tenemos alguna historia similar en la memoria... ya te contaré algún día alguna de las mías JA!
Lo que me queda de duda es, ¿qué estaban haciendo las maestras que nisiquiera se enteraron?... Osea.. yo se que es normal que los niños jueguen y las maestras se desentiendan un poco.. pero creo que eso fue el colmo!! jajaja. En fin!.. como decía yo cuando era niño: "Para eso son las medicinas, ¿no?" ;)
Saludos!!!
ross: ¡esa guerra de huevos crudos se me hace aún más entretenida que la que narro! me hubiera gustado estar en una.
tito: ¡los samsonites son un clásico! hasta yo tenía el mio (eso sí, nunca dominé el arte de defenderme con él).
dr. alvi: yo también fuí en el Carlos Chávez... ah ¡¡¡que tiempos aquellos!!!!
wilmer: tal es la magía de la infancia, creo que a esa edad el amor es más puro que nunca, lleno de entrega, desinteres y sinceridad.
enakam: menos mal que no te topaste conmigo ¿qué tal si te hubiera dado un purgante?
francisco: para eso son las médicinas ja ja... pues las maestras si se dieron cuenta, aunque supongo que a la distancia no se dieron cuenta de la gravedad de la contienda. ¡saludos!
o sea que ibas un año por delante de mi, seguramente.
yo llevé a la maestra josefina, morena, medio chaparrona. yo me enamoré de ella en kinder lol.
qué curioso haberte encontrado en el mundo virtual, varias cosas en común.
suerte. bye.
doc: mi maestra se llamaba Luci y era chaparrita también... pero yo no me enamoré de ella. vaya, que pequeño es el mundo.
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