lunes, 1 de abril de 2013

Resaca post viaje


Dejé de escribir una semana en mi blog. No porque no quisiera ni tuviera sobre qué hablar. Sucede que salí de viaje y a veces (sólo a veces) es mejor dejar de lado la escritura y dedicarle unos días al saludable hábito de la aventura.

El problema viene con las horas y días posteriores a un viaje, cuando uno aun tiene la cabeza en un sitio, y el cuerpo en otro. El destanteo y confusión aumenta considerablemente si apenas un día después del regreso, inmediatamente uno se reporta a sus actividades cotidianas. Así me encuentro en estos momentos. Escribo estas palabras con una cara de cansancio y ojeras aun más notables de lo habitual, y con una nula orientación de dónde me encuentro realmente.

Todavía no me cae el veinte de que volví, ni que aquellos días en los que existía todo menos una rutina, quedaron para siempre en el pasado. En parte, redacto este post para ver si así me sacudo la resaca que traigo a cuestas.

Es cierto, únicamente estuve fuera tres días. Fui a Catemaco, sitio al que cada año sueño volver y que como he dicho en varias ocasiones, es mi segundo hogar. Aun así, son tantas las cosas que pasan en un viaje que lo normal es tardar en asimilar lo ocurrido. Cómo olvidar, por ejemplo, que no hace mucho recorría caminos selváticos en el auto, cobijado por sonidos de naturaleza y un aire tan puro que me resultaba deliciosamente extraño. O ¿de qué forma me saco de la cabeza la fantasmagórica visión que presencié cuando en el camino de ida me topé con un accidente que tenía segundos de haber ocurrido, y en el que uno de los tripulantes estaba vivo pero ensangrentado a media carretera, y el otro yacía muerto tras el volante de una camioneta?

Adentrarse en la selva para penetrar en una cueva llena de murciélagos y atravesarla “como Dios me dio a entender” mientras varias piedras filosas se interponían en mi camino; vencer el miedo y lanzarme a una poza de color azul esmeralda; volver a jugar futbol por el puro gusto de hacerlo; vivir una noche de terror en compañía de mis primos mientras nos sugestionábamos mutuamente con historias de miedo; caminar nuevamente hacia un altar ubicado en la orilla de una laguna; encontrar a un escorpión a lado de la cama en donde dormía; o visitar tumbas y a santos que no olvido; volver a la gran cascada… Momentos que cupieron en sólo tres días y que a estas alturas me tienen a 600 kilómetros de esta ciudad.

Se piensa mucho en los viajes. Sobre todo cuando se maneja por horas en medio de la carretera. Y quizá eso sea lo que más se extrañe: la facultad de encontrar momentos para encontrarse con uno mismo y platicarse de todo y nada. Reflexionar. Sentirnos libres. Vivir para luego contarlo. Para eso sirve esto de viajar.

Qué bueno, sin embargo, que estos escapes de la realidad sean esporádicos. Así, entre los meses “normales” uno tiene tiempo de comprender lo sucedido para aprender lo necesario, y añorar con fuerza la próxima vez en la que una nueva aventura toque a nuestra puerta. Por lo pronto sobrevivo a esta resaca como puedo. Aun así, es un precio mínimo a pagar. Estas borracheras siempre valdrán la pena.

Espero que para la próxima vez que vuelva a escribir en este blog, el resto de su autor ya haya regresado de la tierra de los brujos.


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