Dejé de escribir una semana en mi blog. No porque no
quisiera ni tuviera sobre qué hablar. Sucede que salí de viaje y a veces (sólo
a veces) es mejor dejar de lado la escritura y dedicarle unos días al saludable
hábito de la aventura.
El problema viene con las horas y días posteriores a un
viaje, cuando uno aun tiene la cabeza en un sitio, y el cuerpo en otro. El
destanteo y confusión aumenta considerablemente si apenas un día después del
regreso, inmediatamente uno se reporta a sus actividades cotidianas. Así me
encuentro en estos momentos. Escribo estas palabras con una cara de cansancio y
ojeras aun más notables de lo habitual, y con una nula orientación de dónde me
encuentro realmente.
Todavía no me cae el veinte de que volví, ni que aquellos
días en los que existía todo menos una rutina, quedaron para siempre en el
pasado. En parte, redacto este post para ver si así me sacudo la resaca que
traigo a cuestas.
Es cierto, únicamente estuve fuera tres días. Fui a Catemaco,
sitio al que cada año sueño volver y que como he dicho en varias ocasiones, es mi segundo hogar. Aun así, son tantas las cosas que pasan en un viaje que lo
normal es tardar en asimilar lo ocurrido. Cómo olvidar, por ejemplo, que no
hace mucho recorría caminos selváticos en el auto, cobijado por sonidos de
naturaleza y un aire tan puro que me resultaba deliciosamente extraño. O ¿de
qué forma me saco de la cabeza la fantasmagórica visión que presencié cuando en
el camino de ida me topé con un accidente que tenía segundos de haber ocurrido,
y en el que uno de los tripulantes estaba vivo pero ensangrentado a media
carretera, y el otro yacía muerto tras el volante de una camioneta?
Adentrarse en la selva para penetrar en una cueva llena
de murciélagos y atravesarla “como Dios me dio a entender” mientras varias
piedras filosas se interponían en mi camino; vencer el miedo y lanzarme a una
poza de color azul esmeralda; volver a jugar futbol por el puro gusto de
hacerlo; vivir una noche de terror en compañía de mis primos mientras nos sugestionábamos
mutuamente con historias de miedo; caminar nuevamente hacia un altar ubicado en la orilla de una laguna; encontrar a un escorpión a lado de la cama en donde
dormía; o visitar tumbas y a santos que no olvido; volver a la gran cascada… Momentos
que cupieron en sólo tres días y que a estas alturas me tienen a 600 kilómetros
de esta ciudad.
Se piensa mucho en los viajes. Sobre todo cuando se
maneja por horas en medio de la carretera. Y quizá eso sea lo que más se
extrañe: la facultad de encontrar momentos para encontrarse con uno mismo y
platicarse de todo y nada. Reflexionar. Sentirnos libres. Vivir para luego
contarlo. Para eso sirve esto de viajar.
Qué bueno, sin
embargo, que estos escapes de la realidad sean esporádicos. Así, entre los
meses “normales” uno tiene tiempo de comprender lo sucedido para aprender lo
necesario, y añorar con fuerza la próxima vez en la que una nueva aventura
toque a nuestra puerta. Por lo pronto sobrevivo a esta resaca como puedo. Aun
así, es un precio mínimo a pagar. Estas borracheras siempre valdrán la pena.
Espero que para la próxima vez que vuelva a escribir en este blog, el resto de su autor ya haya regresado de la tierra de los brujos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario