lunes, 15 de julio de 2013

Karla con "C"


Dándole a ésta historia, una última oportunidad de ser contada

De haberse concretado su escritura, ésta novela se habría llamado ‘Prados soleados de Marzo’, y su protagonista Karla, pero con ‘C’.

Hubiera tratado de Carla, hija de un rico hacendado en la sierra guerrerense, cerca de Chilpancingo. Hija única, desde pequeña viviría rodeada de lujos, en una rica hacienda construida con piedras rojas y finas maderas, entre jardines, palmeras y cultivos. Todas las tardes pasearía acompañada por dos mujeres de su servidumbre por la plaza del pueblo, sembrando a su paso suspiros y deseos en todos los hombres del lugar. Desde niña sería hermosa, de piel blanquísima, cabello castaño claro y ojos verdes.

También habría más personajes. Uno de ellos hubiera llevado por nombre Miguel y sería hijo de un humilde matrimonio de dos campesinos de la sierra. Miguel nunca iría a la escuela, pero aprendería a leer y escribir gracias a las enseñanzas de su madre. Todas las tardes, para ayudar a su familia, Miguel bolearía zapatos en la plaza del pueblo. Sería allí dónde tras una puesta de sol en marzo, conocería a Carla. Él, de once años, le bolearía sus zapatos frente al Palacio Municipal. Ella, de catorce, divertida le haría preguntas sobre su vida. Él vería en el brillo de sus ojos la paz del mar; ella, vería en él la pureza que no encontraba en los compañeros de su exclusiva y lujosa escuela secundaria. Esa misma noche, Miguel se sentiría raro; sin saberlo caería enamorado. La verá muchísimas veces más en la plaza, sin atreverse nunca más a hablarle ni a ofrecerle sus servicios de bolero.

Por eso les pediría a sus padres que lo metieran a la escuela. Pero no a cualquiera, claro está. El hubiera querido ir, sin permitir otra posibilidad, a la secundaria particular del pueblo. A ese instituto al que sólo tienen acceso los hijos de los políticos, caciques y empresarios del lugar. Al ver que sus padres no contaban ni remotamente con el capital necesario para cumplir su nuevo sueño, Miguel se haría amigo de Jerónimo Liverman, alumno del instituto e hijo del dueño de las hectáreas de tierra que el padre de Miguel cultiva. Tras meses de amistad, juegos y aventuras, Miguel le confesará a Jerónimo el extraño amor que siente por Carla y le pedirá ayuda para poder conquistarla.

Carla ni sospechará que el bolerito que alguna vez lustro sus zapatos, y al que cada tarde sorprende mirándola a lo lejos, está enamorado de ella. Mucho menos pensará que aquellos anónimos con frases románticas provengan de alguien externo a su colegio. Carla soñara todas las noches en su dormitorio con la figura de aquel enamorado que sin cuerpo, ni voz definida que la hacen sentir especial. En realidad, eran depositadas a escondidas por Jerónimo, quien aprovechaba los recreos, las clases de deportes o cuando ella estaba en su taller de cocina. Así llegaban a su enamorada las frases escritas por Miguel, cuyo contenido no son más que párrafos de novelas de amor y poemas que todas las mañanas copiaba al pie de la letra en la biblioteca estatal.

Un día, cerca del fin de curso, Carla descubrió a Jerónimo mientras colocaba una carta en su pupitre. Instintivamente lo besó pensando que por fin había descubierto a su príncipe azul. Él la rechazó y le contó lo sucedido a Miguel, quién lo llamaría ‘traidor’ y se trenzaría a golpes con él. De nada sirvieron las muchas explicaciones de Jerónimo para detener la furia de Miguel. Su amistad quedaría rota momentáneamente. Carla, desconcertada por la suspensión de la correspondencia, indagaría sobre el origen de éstas con sus amigos. Al enterarse del pleito de Jerónimo con el bolero decidió hablar con él esa misma tarde. Mientras él boleaba sus zapatos blancos de broche y se hacía el desentendido acerca de las causas de su pelea con Jerónimo, sopló un aire primaveral que abrió el viejo cuadernillo Scribe forma Italiana en el que Miguel apuntaba sus frases románticas. Carla descubrió que esa era la misma letra de aquellos anónimos que la habían enamorado. Miguel no se dio cuenta que su secreto había sido descubierto.

Desde entonces Carla se dedicó cada tarde a provocarlo. A enloquecerlo con sutiles coqueteos y comentarios, a divertirse viendo cuanto tiempo podía sostener sus mentiras aquel humilde bolero. Carla no hubiera creído, pues esa no era su intención, que al final el diario convivir con él haría que entre ambos el amor fuera tomando forma. Tras meses de coqueteos, ella le confesó en una noche lluviosa que sabía toda la historia de los anónimos y del profundo enamoramiento de Miguel hacia ella. Le confesó que ella también se sentía confundida por sus sentimientos. Aquella noche se besaron por primera vez. Al otro día Miguel y Jerónimo hicieron las paces.

Carla y Miguel iniciaron un fugaz pero intenso noviazgo secreto. Al saberse tan diferentes no querían correr el riesgo de una prohibición por parte de sus padres, amigos o de la sociedad. Convertirían a Jerónimo en su cómplice y pretexto para poder salir a diversas horas de sus respectivas casas.

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La intenté escribir muchas veces. Desde 2003 hasta el 2007. A veces escribía muchas páginas y sentía que una historia así sería posible, tan sólo para que un par de párrafos más adelante la incertidumbre me ganara la batalla y decidiera que una historia así no sería creíble por nadie.    

Si hubiera continuado la historia, hubiera escrito que el noviazgo de Carla y Miguel duró tres años más, y a pesar de la clandestinidad con el que nació, se convirtió en un secreto a voces que nadie en el pueblo se atrevía a confirmar como verdadero. Incluso, para sus mismos padres, la noticia de una posible relación entre ambos se volvió un tema incomodo, pero en el cual no estaban dispuestos a intervenir. Fue entonces cuando el destino los separó sin avisarles.

Ella estaba a punto de cumplir la mayoría de edad. El, ya de quince años, comenzaba a escribir sus primeros versos y a trabajar como colaborador en la sección de cultura de un periódico local. Entonces llegó la devaluación económica, y con ella el estallido de diversos movimientos armados a lo largo del país. La sierra guerrerense no fue la excepción, y en cuestión de meses diversos grupos rebeldes comenzaron a sembrar el pánico en los pueblos aledaños “en nombre de la igualdad nacional”. Muchos campesinos perdieron su trabajo, entre ellos el padre de Miguel. De Jerónimo y su padre no se supo más. Por su parte, Don Bonifacio, padre de Carla, decidió mandarla a ella y a su madre a la capital del país, en espera de que los tiempos cambiaran y fueran más seguros. Don Bonifacio, que aun pensaba que la problemática tendría una solución rápida, disfrazó la emergencia argumentando que ese tiempo fuera, serviría para que Carla estudiara en una buena universidad en el Distrito Federal.

Una semana después Carla partería al amanecer. Una noche antes de irse se entregó a Miguel. Entre la pasión se prometieron esperarse uno al otro, se juraron que por mucho tiempo que pasará, ninguno de los dos estaría con otra persona. Cuando las cosas se compusieran ella regresaría y se casarían. Él intentaría ayudar a sus padres económicamente, y si le llegaba a ir bien, iría antes a buscarla a la capital. Sellaron la promesa con un beso. De repente, Miguel se quedó sin su mejor amigo y sin la mujer de su vida.

En la Ciudad de México, Carla y su madre vivían en un lujoso departamento en Polanco. Fascinada por los diversos estilos de las construcciones de su hacienda y del país entero decidiría estudiar Arquitectura en la Universidad Anáhuac. Carla pasaría sus dos primeros años como universitaria, rodeada de regalos y pretendientes a los que siempre rechazaba. Su abrumadora belleza y ese acento costeño la volvían el centro de atención de compañeros y maestros. Pero ella sólo tenía en la mente a Miguel, y sus cartas y constantes llamadas así se lo reafirmaban.

Miguel, por lo tanto, fue contratado por un diario de circulación nacional como corresponsal de los conflictos armados de la zona, trabajo que le permitía tener más ingresos y ayudar así a sus padres que trabajaban como jornaleros en una rustica fabrica de cacao a las afueras del pueblo.

Hasta la Ciudad de México casi no llegaban noticias del conflicto en las sierras guerrerenses, situación que hizo pensar a Carla y su madre que las cosas iban mejorando. Cuando hablaban por teléfono, Don Bonifacio les ocultaba que la situación era cada vez más complicada, y que el antiguo pueblo en el que crecieron se había convertido en un sangriento campo de batalla en el que la ley había sido borrada.

Tras dos años de la aparición de los grupos armados, el conflicto se agudizó. Un grupo de policías del estado asesino ‘accidentalmente’ a un grupo de jornaleros de cacao en el intercambio de fuego con miembros del ejército insurgente. Cuando Miguel se enteró del trágico fallecimiento de sus padres, ya el grupo armado había tomado la hacienda de Don Bonifacio a la fuerza y él, en su calidad de corresponsal, asumió el riesgo de fotografiar los enfrentamientos. En un descuido, fue alcanzado por una bala en el brazo derecho y cayó inconsciente.

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La primera vez que ésta historia vino a mi mente fue en una tarde lluviosa, mientras llevaba a la tocaya de la protagonista a su casa. Comencé a contarle los fragmentos de algo que hasta entonces, sólo aparecía como una idea difusa, pero sin orden alguno. Después de aclararle a mi acompañante que a diferencia del suyo, el nombre la heroína de la historia empezaba con ‘C’ y de mentirle diciéndole que la historia ya la estaba escribiendo, la dejé en su casa y regresé a mi hogar, con la obsesión de empezar a escribir cuanto antes todos los detalles que había recibido gracias a una inspiración fugaz y repentina.

Desde entonces pasé meses enteros intentando lograrla. Formándola, agregándole detalles. De haber tenido la suficiente seguridad en mí, hubiera escrito detalladamente que Carla, la de la historia, jamás se enteró de los acontecimientos de aquel sangriento día. Sino que comenzó a sospechar que algo malo había sucedido cuando pasaron más de dos semanas sin recibir noticias ni de su padre ni de Miguel. Movidas por la duda, madre e hija viajaron un fin de semana hacía su antiguo hogar sólo para encontrar la hacienda tomada por los grupos rebeldes. Tras días de angustia, finalmente encontraron a Don Bonifacio en un hospital de la ciudad de Iguala. Semiinconsciente, pero vivo, no pudo ocultar el terror bajo el cual se encontraba su tierra natal. Forzado por su familia, decidió mudarse definitivamente a la capital. Sin embargo, la aparente felicidad de Carla guardaba una profunda preocupación: el paradero de Miguel. Pasó días enteros en hospitales, cárceles y anfiteatros estatales sin encontrar señal alguna del de su amado.

Aun en la Ciudad de México, Carla siguió buscando información acerca de Miguel. Ni siquiera en la redacción del diario para el cual hacia la corresponsalía supieron darle datos concretos. Tras semanas enteras de llorar amargamente por su suerte, y de ver fotos de Miguel en medio de autenticas balaceras, Carla lo creyó muerto.       

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Siempre que leía lo que llevaba escrito, y aun hoy, cuando intento resumir lo más que puedo ésta historia, la duda de su calidad siempre aparecía. Es como si en el proceso de gestación de la idea, las situaciones y los personajes te parecen fenomenales, y al momento de darle ya forma por medio de oraciones, descubres que la historia te cuesta. Te cuesta contarla, sostenerla, hacerla apasionante.

Quizá, de haberme dado más tiempo, finalmente hubiera podido vencerla. Pero hoy con el ansia de terminar con esto de una vez por todas, las últimas doscientas páginas de la novela que nunca será hablarían de cómo Carla poco a poco dejaría el dolor de haber perdido a Miguel, para en el transcurso de dos años ser cortejada por Manuel Ibarra Guerra, un joven maestro de Ciencias Políticas de su Universidad, y con quién tres años después contraería matrimonio.

Don Bonifacio, que nunca pudo recuperar del todo su salud fallecería ocho meses antes de la boda, siendo Carla, heredera universal de la fortuna de su padre, incluidas varias tierras y de la hacienda en Guerrero.

Todos estos acontecimientos serían seguidos de lejos por un poeta desempleado y sin su brazo derecho, que obsesionado por la fuerza de una promesa viajo a la Ciudad de México después de haber sido curado y cuidado por más de un año por los miembros de la guerrilla revolucionaria en la Sierra Guerrerense. Si Miguel fue atendido por aquellos hombres, que le amputaron el brazo para salvarlo de una salvaje gangrena, fue porque uno de los dirigentes de aquel movimiento era el ‘Teniente Víctor’. Es alías era empleado por quién años atrás había llevado el nombre de Jerónimo Liverman. Antes de retirarse a la capital, para buscar a Carla, el ‘Teniente Víctor’ le ofreció a Miguel un puesto dentro del movimiento que según el propio teniente “derrocaría al gobierno federal e instauraría un nuevo orden en el país”. Miguel rechazó la oferta, alegando que su sueño de ser poeta y casarse con Carla era más grande que cualquier anhelo de libertad política. Después de dar las gracias, Miguel se marchó.

En la capital siguió escribiendo poemas, que sumados a los que había escrito durante su año en la selva, llevó a distintas editoriales sin obtener éxito alguno. Tras meses de vender poemas en la calle, y pedir trabajo en una imprenta cómo corrector de ortografía, Miguel dedicaba todo su tiempo libre a encontrar a Carla. Cuando la encontró, más bella que nunca y comprometida con un profesor de la misma universidad se convenció que su mundo y el de ella ya no encajaban. Ella se convertiría en una renombrada arquitecta, su novio comenzaba a incursionar en la política y él, poeta desempleado que sin el brazo derecho apenas y podía escribir legiblemente con la mano izquierda, se conformó con seguirla. Se volvió su sombra y consideraba los momentos más felices de su podrida vida aquellos en los que podía verla por breves instantes.

Finalmente él no cumplió la promesa de volverse un poeta reconocido. Ella terminó la carrera y lejos de regresar a su pueblo natal, se casó. Miguel volvió a la Sierra, a unirse al movimiento de ‘Teniente Víctor’ para morir en la lucha, o en el desamor. Lo que ocurriera primero.

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Se supone que ésta historia tiene un final. Mismo que a lo largo de los últimos años cambié constantemente. No sé porque, cada que repito la trama en mi mente acabo sintiendo que el final es apenas el clímax. Que los eventos están tan mal contados que justo cuando las cosas por fin se empiezan a tornar interesantes es cuando rondan el punto final. Como sea, ésta novela no existirá como tal. Jamás estará impresa en forma de libro, ni será vendida en alguna librería y mucho menos, será desarrollada tal cual es, pues cuando nació en mi mente (si es que algún día eso pasó) no sólo estaba formada por la trama central, sino que alrededor de ésta se entretejían otras sub tramas y personajes secundarios que nutrían de algún modo a los principales.

Al final, ‘Prados Soleados de Marzo’ narraría como muchos años después, el movimiento revolucionario de la sierra guerrerense se iría diluyendo por conflictos internos, quedando solamente una pequeña y mínima parte de sus integrantes, dirigidos por un ‘Teniente Víctor’ que obsesionado con los ideales de la guerrilla terminó enloqueciendo. Según el Teniente, la única manera de atraer la atención de la opinión pública de nuevo, sería por medio de un acontecimiento que sacudiera al país, algo así como la muerte del nuevo gobernador de Guerrero, Manuel Ibarra Guerra quién apenas dos meses atrás había tomado posesión del cargo.

Tanto ‘Teniente Víctor’ como Miguel sabían que la esposa de aquel gobernante era su conocida de la infancia, pero ninguno tocó jamás el tema. Como si fuera una desconocida, por semanas planearon el atentado que en una tarde de Marzo llevarían a cabo. Era jueves, el Gobernador y su esposa participaban en la inauguración de una clínica cerca de la sierra, cuando entre los prados soleados cerca de veinte hombres mal armados y con la leyenda de ‘Igualdad Social’ en sus mangas, irrumpieron en medio del evento. La mayoría fueron muertos por la policía local y la seguridad privada del gobernador.

Al final, ‘Teniente Víctor’ fue el único que pudo llegar hasta Manuel Ibarra Guerra.

Le apuntó.

Carla ahogó un grito.

El estruendo de un disparo.

‘Teniente Víctor’ cae muerto por un balazo en la cabeza.

A lo lejos la figura de Miguel, empuñando una pistola con la mano izquierda confirma que él fue quién disparó.

Días después, en un juicio sin precedentes, Miguel sería condenado a cadena perpetua por intento de asesinato. La única persona capaz de declarar a su favor y salvarlo era Carla. No lo hizo, a pesar de haberlo reconocido al instante.

Miguel el traidor a la rebelión, Miguel el traidor al país, Miguel sin brazo, Miguel el olvidado por Carla, Miguel el asesino, Miguel el bolero, Miguel el mal amigo, Miguel el poeta frustrado, pasaría las tardes encerrado en una celda fría y gris al oriente de la ciudad, recordando aquellos Prados Soleados de Marzo.

Carla se divorciaría decepcionada por la forma en la que la política cambió a su marido. Años más tarde, sería vista cada tarde, en la plaza de su pueblo recitando poemas de un autor desconocido.

Así llegaría a su fin la historia que algún día nació de una plática con Karla sin ‘C’. De alguna manera está novela que nunca fue publicada tiene un poco de ella, que me prestó a medias su nombre. Y como Miguel, ahora me pierdo en el olvido. Hagan con ésta historia lo que quieran, yo la aborté, la rechacé, le tuve miedo. Jamás fue mía, ni volverá.  

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