jueves, 22 de septiembre de 2011

Tula, ciudad de gigantes (parte 2 de 2)



El niño con collares de muerte

Tenía como una hora que lo había mirado a lo lejos. Su atuendo me llamó la atención: Huaraches, traje de lino blanquísimo, pañuelos atados en una muñeca y en la otra una gran cantidad de pulseras, collares de piedras multicolores, un sombrero lleno de diversos tipos de plumas que en mi vida había visto, un palo grueso a modo de bastón. Un niño escurridizo que iba y venía entre las ruinas con una destreza envidiable. Varias veces pensé en seguirlo, pero en segundos desaparecía sólo para topármelo cuando pensaba que su presencia había sido tan sólo un espejismo.

Después de casi chocar con él fue cuando noté que las piedras de uno de sus collares estaban talladas con la forma de calaveras. Como excusa y para comenzar a platicar con él le pregunté por su collar. No lo había comprado en ningún lado, al contrario, él mismo busco las hermosas piedritas (de un brillo morado natural) y las talló con maestría. Impresionante si tomamos en cuenta su edad: ¡10 años! Dijo llamarse Gonzalo, y ser nieto de uno de los cuatro vigilantes de la zona arqueológica, el cual le permitía acompañarlo en cada periodo vacacional.

Este niño posee tal cúmulo de conocimientos y sabiduría, que cualquier historiador le envidiaría. Habla varios dialectos, sabe de jeroglíficos prehispánicos y de teología del México precolonial. En no más de media hora me platicó que las ruinas de Tula y sus alrededores son tierra sagrada en la que ocurren cosas fuera del entendimiento humano. Las plumas de su sombrero, comentó, han sido regalo de diversos ancianos de la región y cada una de ellas tiene diversos mensajes sobre el futuro. Al preguntarle sobre qué tipo de mensajes, él se limitó a decir ‘tú destino, el mío y el del universo está en estos mensajes. Algo muy grande está por pasar’. Quisiera haber indagado más en aquella respuesta, pero Gonzalo ya me estaba contando más maravillas. ‘Los Toltecas no se han ido, siguen vigilando sus templos’. Dice que los escucha. Que están presentes en cada uno de los rincones de Tula. Se disfrazan de viento, de hormigas, de polvo, de piedras. Quizá sea verdad. Por lo menos yo le creo. En cuanto uno llega a Tula le invade una extraña sensación de perpetrar en un mundo inentendible, en el que los protagonistas son los templos y el medio ambiente. Ellos hablan. Ellos deciden. Todos los demás somos simples intrusos.

Gonzalo mira entre fastidiado y resentido como unos jóvenes de mi edad corren entre las ruinas haciendo comentarios despectivos hacia el paisaje, y sin el menor respeto hacia la tierra que comienzan a aventarse unos a otros. ‘La gente no entiende en dónde está. Deberían dar gracias por poder pisar esa tierra que se arrojan como si nada’. Mucho más cosas increíbles e interesantes salieron de la boca de ese niño. Éste texto podría extenderse enormidades si me abocara a la tarea de narrar con detalles todas sus palabras. Quizá lo haga en otra ocasión. O mejor aún, quizá (y seguramente) volveré en un futuro próximo a buscarle y pedirle que por favor me siga develando secretos de nuestros antepasados.

Después llegó su abuelo. Además de vigilante vende algunas figuras de barro y collares (aunque ninguno como los de Gonzalo). ‘Siempre lo traigo en sus vacaciones. Le gusta. Es bueno que los conocimientos de nuestra gente sean transmitidos, que no se pierdan’. Era la hora de ir a comer en su humilde vivienda ubicada a veinte metros de la plaza principal de las ruinas. Emprendí el camino de regreso y los acompañe en el camino. Sin saber ni por qué, giré la cabeza a uno de los nopales que tiene la terregosa vía y un reflejo me atrapo. En lo más alto de aquella planta, entre tres espinas, había una especie de collar diminuto, hecho de cuentas negras y moradas atravesadas entre sí por un hilo muy grueso, formando un círculo del ancho de mi dedo meñique. Sacarlo sería tarea difícil y de menos significaría llevarme dos o tres piquetes. Aun así me paré de puntitas y sin saber cómo lo saque fácilmente de aquellas púas. ‘Consérvalo. Si ésta tierra sagrada te da un regalo aprovéchalo, es por algo’, me aconsejo alegremente Gonzalo. Desde entonces aquel adorno pende de mi cuello. No sé si sea de buena suerte ni de dónde provenga. Sólo sé que aquellos dioses, fuerzas o energía que posee Tula me lo entregaron. Espero algún día descifrar el motivo. Me despedí de Gonzalo y de su abuelo. Recorrí el kilómetro que me separaba del estacionamiento. Vi por última vez el paisaje, subí al auto y me enfile al centro del actual Tula.


Carnero, Cruz y Laguna

En veinte minutos llegué al centro de aquella ciudad. Tenía hambre y quería comer algo típico de ésta zona de Hidalgo. Un lugareño me recomendó que comiera en el mercado de cualquier establecimiento, donde sería bien atendido y saldría satisfecho. Le hice caso. El mercado del centro de Tula no es muy diferente al de cualquier otra provincia. Cuenta con su zona de verduras, de carne, de abarrotes y de locales destinados a la comida. Algunos ofrecían tacos de guisados, otros comida corrida o barbacoa. Siendo éste tipo de carne uno de los platillos hidalguenses por excelencia, tome la nada difícil decisión de sentarme para pedir algunos tacos y un rico consomé de barbacoa. Si usted, lector, lee esto a la hora de la comida, es necesario que sepa que la barbacoa estuvo deliciosa. Varios tacos después, salí con el estomago contento.

Ya de regresó, cometí el agradable error de tomar otro camino diferente al de ida. Y digo agradable, porque la nueva ruta también me llevaría a la autopista y a México, pero por unos paisajes que dudé, pudiera encontrar tan cerca del Distrito Federal. Este trayecto era el de Tepeji del Río y atravesaba la Ciudad Cooperativa Cruz Azul, y una enorme laguna que estoy seguro, muy pocos conocen. Llegué a la Ciudad de México cerca de las seis de la tarde. Maravillado por éste descubrimiento, volví a prometerme volver no sólo a esa Laguna, que de seguro tiene cientos de historias que contar, sino también a comer barbacoa, a platicar con Gonzalo, a visitar a los Atlantes y seguir descubriendo un trocito de éste maravilloso país en el que tuve la suerte de nacer.

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