Te escribo en viernes para que me leas en lunes. O en martes. O en miércoles. O cuando quieras, de cualquier forma esto ha sido escrito para que sólo tú lo entiendas. Como siempre, tú decides sobre esta historia.
Es medio día de un viernes que aparte de santo, se ha puesto caluroso en la selvática región veracruzana de los Tuxtlas. Encerrado en el local de un pequeñísimo centro comercial desde donde escribo, intento mantenerme ajeno a la fiesta y el bullicio que ha invadido a los habitantes y turistas en la ciudad de Catemaco. Hace unos minutos dejé el Hotel en el que pasé las últimas cuatro noches, a pesar de que casi dos docenas de familiares se quedaran hasta el domingo. El trabajo y esa maldita responsabilidad que tanto estorba a los oficios de un escritor, me obliga a emprender el viaje de regreso y a presentarme mañana a las seis de la mañana a cumplir con mis responsabilidades.
El problema no es irme mientras mi familia se queda de lo lindo, disfrutando de un sol radiante. Tampoco lo es el manejar solo durante las próximas siete horas ni el hecho de abandonar (quién sabe si por última vez) esta tierra que tanto amo. Nada de eso. Si me estoy tardando en tomar valor y subirme de una buena vez al auto es porque no quiero abandonar ni dejar por un instante a la niña con los ojos más hermosos que he visto jamás: semejantes a los del cielo... más profundos que el mar.
¿Cómo escribirte sin delatarme? No tengo la menor idea y lo que es peor, ya no quiero ocultar que me estoy muriendo por ti. Sabía que al pasar unos días a tu lado corría el riesgo de caer preso del encanto que eres tú y aun así corrí el riesgo. Por eso heme aquí, temblando de miedo de tan sólo imaginar regresar a mi auto y emprender el viaje de regreso. Justo ahora escribo para evitar el desenlace de ir escuchando las canciones más dolorosas de mi repertorio de CD y dejarme llevar por la impotencia de saber que tuve tres días para acercarme a ti y que al final no hice nada. Ya no sé si fue cobardía o ganas de no ocasionarte problemas. Quizá darme cuenta que eres tan arrebatadoramente bella por fuera y dueña de un alma que cautivaría a cualquiera hizo que las dudas me dijeran que un simple mortal, con más defectos que virtudes, jamás podría aspirar a tocar la divinidad que es tu corazón.
Si alguien supiera la historia dirá que el alboroto que hago no es para tanto, que en dos días volverás a la ciudad y que como siempre, te estaré viendo de forma muy habitual. Pero si los demás te hubieran visto con los ojos con los que yo te miré en días pasados sabrían que hoy mismo, al marcharme, pierdo un tesoro.
Me hacía falta verte dibujada en la brisa de una tarde sin prisas, ver tu piel suavemente matizada por el sol y tu cabello más libre y suave que el mejor de los sueños. Faltaba ver fijamente tus ojos sin que te dieras cuenta, seguir tus movimientos perfectos y convencerme de que eres como un ángel en la tierra. Ya lo sabía, pero comprobé que tu belleza desarma al más cauto de los corazones. Unos días a tu lado y me tienes a tus pies. Unos minutos lejos de ti y mi corazón ya está exigiéndole a mis ojos tu reflejo.
Ahora mantengo la esperanza de que leas esto y comprendas que lo que siento por ti no es cualquier cosa. Es algo que viene de muy dentro y que es capaz de ponerme a saltar de alegrías o sumirme en una tristeza que no me gusta. Creer que me crees es ahora el único aliciente que me hace mantener firme la idea de encender el carro, recorrer por última vez el Malecón del pueblo, despedirme de la laguna de Catemaco y emprender el viaje de regreso a la Ciudad de México. Y es que no quiero que éste sea el final, no después de oírte reír y ver tu sonrisa a centímetros de distancia.
Es tonto pedirte una oportunidad cuando a lo largo de tres días me comporté como un niñito baboso por querer llamar tu atención y conseguir lo contrario. Imaginar que me encargué de acabar con la poca buena imagen que de mi tenías me duele igual o más que el no haber tenido el coraje para jugarme un poco más por ti.
Así están las cosas… ¿sabes qué me muero por escribir tu nombre?
Te pido con toda la humildad de la que soy capaz una oportunidad: para demostrarte que mis palabras son reales y que me importas más de lo que crees. Dame una señal, dime algo, pero por favor no calles, pues el silencio hiere y mucho. Sácame de está oscuridad con la luz de tu voz y dime que los sueños a veces se hacen realidad.
Intento convencerme de que pasará algo, y quizá esa ilusión sin fundamentos sea la que impida que de marcha atrás a mis planes y vaya a buscarla sin que me importe ni el que dirán, ni el trabajo, ni nada. Son las dos y media de la tarde, con el corazón en un hilo y el alma pidiendo una tregua, recorreré la orilla de la Bahía, llenaré el tanque y pasaré las próximas ocho horas en la carretera, pensando en el embrujo de unos ojos de cielo.
Catemaco, Veracruz.
Es medio día de un viernes que aparte de santo, se ha puesto caluroso en la selvática región veracruzana de los Tuxtlas. Encerrado en el local de un pequeñísimo centro comercial desde donde escribo, intento mantenerme ajeno a la fiesta y el bullicio que ha invadido a los habitantes y turistas en la ciudad de Catemaco. Hace unos minutos dejé el Hotel en el que pasé las últimas cuatro noches, a pesar de que casi dos docenas de familiares se quedaran hasta el domingo. El trabajo y esa maldita responsabilidad que tanto estorba a los oficios de un escritor, me obliga a emprender el viaje de regreso y a presentarme mañana a las seis de la mañana a cumplir con mis responsabilidades.
El problema no es irme mientras mi familia se queda de lo lindo, disfrutando de un sol radiante. Tampoco lo es el manejar solo durante las próximas siete horas ni el hecho de abandonar (quién sabe si por última vez) esta tierra que tanto amo. Nada de eso. Si me estoy tardando en tomar valor y subirme de una buena vez al auto es porque no quiero abandonar ni dejar por un instante a la niña con los ojos más hermosos que he visto jamás: semejantes a los del cielo... más profundos que el mar.
¿Cómo escribirte sin delatarme? No tengo la menor idea y lo que es peor, ya no quiero ocultar que me estoy muriendo por ti. Sabía que al pasar unos días a tu lado corría el riesgo de caer preso del encanto que eres tú y aun así corrí el riesgo. Por eso heme aquí, temblando de miedo de tan sólo imaginar regresar a mi auto y emprender el viaje de regreso. Justo ahora escribo para evitar el desenlace de ir escuchando las canciones más dolorosas de mi repertorio de CD y dejarme llevar por la impotencia de saber que tuve tres días para acercarme a ti y que al final no hice nada. Ya no sé si fue cobardía o ganas de no ocasionarte problemas. Quizá darme cuenta que eres tan arrebatadoramente bella por fuera y dueña de un alma que cautivaría a cualquiera hizo que las dudas me dijeran que un simple mortal, con más defectos que virtudes, jamás podría aspirar a tocar la divinidad que es tu corazón.
Si alguien supiera la historia dirá que el alboroto que hago no es para tanto, que en dos días volverás a la ciudad y que como siempre, te estaré viendo de forma muy habitual. Pero si los demás te hubieran visto con los ojos con los que yo te miré en días pasados sabrían que hoy mismo, al marcharme, pierdo un tesoro.
Me hacía falta verte dibujada en la brisa de una tarde sin prisas, ver tu piel suavemente matizada por el sol y tu cabello más libre y suave que el mejor de los sueños. Faltaba ver fijamente tus ojos sin que te dieras cuenta, seguir tus movimientos perfectos y convencerme de que eres como un ángel en la tierra. Ya lo sabía, pero comprobé que tu belleza desarma al más cauto de los corazones. Unos días a tu lado y me tienes a tus pies. Unos minutos lejos de ti y mi corazón ya está exigiéndole a mis ojos tu reflejo.
Ahora mantengo la esperanza de que leas esto y comprendas que lo que siento por ti no es cualquier cosa. Es algo que viene de muy dentro y que es capaz de ponerme a saltar de alegrías o sumirme en una tristeza que no me gusta. Creer que me crees es ahora el único aliciente que me hace mantener firme la idea de encender el carro, recorrer por última vez el Malecón del pueblo, despedirme de la laguna de Catemaco y emprender el viaje de regreso a la Ciudad de México. Y es que no quiero que éste sea el final, no después de oírte reír y ver tu sonrisa a centímetros de distancia.
Es tonto pedirte una oportunidad cuando a lo largo de tres días me comporté como un niñito baboso por querer llamar tu atención y conseguir lo contrario. Imaginar que me encargué de acabar con la poca buena imagen que de mi tenías me duele igual o más que el no haber tenido el coraje para jugarme un poco más por ti.
Así están las cosas… ¿sabes qué me muero por escribir tu nombre?
Te pido con toda la humildad de la que soy capaz una oportunidad: para demostrarte que mis palabras son reales y que me importas más de lo que crees. Dame una señal, dime algo, pero por favor no calles, pues el silencio hiere y mucho. Sácame de está oscuridad con la luz de tu voz y dime que los sueños a veces se hacen realidad.
Intento convencerme de que pasará algo, y quizá esa ilusión sin fundamentos sea la que impida que de marcha atrás a mis planes y vaya a buscarla sin que me importe ni el que dirán, ni el trabajo, ni nada. Son las dos y media de la tarde, con el corazón en un hilo y el alma pidiendo una tregua, recorreré la orilla de la Bahía, llenaré el tanque y pasaré las próximas ocho horas en la carretera, pensando en el embrujo de unos ojos de cielo.
Catemaco, Veracruz.
3 comentarios:
no sé de quién hablas. love´s a bitch.
Abajo de tu primera photo... escribiste minitos en vez de minutos.
Y en el antepenúltimo párrafo escribiste nuñito en vez de niñito .
Espero no digas que "mamona", como si yo no tuviera faltas.... pero el escrito debe ser perfecto ;)
lucina: debe serlo ;) gracias... como siempre.
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