sábado, 14 de julio de 2007

La Casa de Catherine

Sólo fui un par de veces a su casa. Suficientes para jamás olvidar aquel lugar de película.

En sus años de universitaria, recuerdo a Catherine como una estudiante popular, y a la vez, contradictoriamente solitaria. Aunque casi siempre estaba rodeada de gente (la mayoría del sexo masculino) no tenía, hasta donde supe, amigos de verdad. Ella también estudiaba Comunicación, pero debido a que iba adelantada un par de semestres nunca coincidimos en ninguna clase. El tiempo que la traté fue realmente breve, sólo un par de meses a principios del 2003. Ella era amiga (según) de un conocido. Según éste conocido, yo a ella le parecía interesante y supuestamente tenía interés en salir conmigo.

Obviamente a este tipo no le creí nada, pues no están ustedes para saberlo ni yo para contarlo, pero ella era (no sé si lo siga siendo) mi antítesis: le gustaba la parranda, no era muy estudiosa, alrededor de ella había muchísimas historias que le daban mala reputación, etc. El Gabriel Revelo (más desesperado) de hoy indudablemente hubiera hecho el intento, pero por aquellos años yo estaba enamorado y MUY obsesionado de otra persona... y ya estoy contando cosas que no tienen nada que ver con mi idea original de éste post, pero bueno, entonces, debido a este supuesto interés comencé a hablarle un poco más a Catherine. Tampoco crean que era mucho, sólo lo necesario. Como ya mencioné un par de renglones, otra persona ocupaba mi mente.

La primera vez que fui a su casa fue el 14 de febrero de aquel 2003. Sí, ya sé que es el día de San Valentín (día que por cierto, detesto). Era martes. Por aquello de celebrar ‘la amistad’ fui a comer a un Vips con algunos amigos y conocidos, entre ellos Catherine. Después nos fuimos a la Universidad y el resto de la tarde transcurrió entre la anormalidad cotidiana que un 14 de febrero ocasiona en una escuela de nivel superior: Globos de corazón por todos lados, vendedores de rosas, peluches gigantes, mantas de declaración y demás cosas repulsivas. Ya sé, de nuevo me estoy desviando, se supone que este texto debería hablar de cosas sobrenaturales y hasta el momento estoy lejos de lograrlo.

Como buen día festivo en México, nadie hizo nada. Las clases prácticamente no existieron, una vez que uno llegaba y pasaba lista, podía considerarse libre durante la próxima hora y media. Con tanto tiempo de sobra, comencé a planear con un par de amigos una broma bastante pesada que no comentaré porque la verdad fue una estupidez. Si la victima de aquel mal chiste está leyendo estas palabras: de verdad lo siento, la inmadurez a veces hace que uno actué como imbécil.

‘Volviendo a...’ Para esta broma movilizamos cerca de cuatro coches repletos de compañeros y compañeras, y una moto. Después de hacer la broma que fue buena, pero estúpida (si mi amiga que en esa época no era mi amiga, pero ahora sí, lo autoriza, se los cuento) nos preguntamos el típico ‘y ahora qué hacemos’. Por supuesto, la gran mayoría de las mujeres decidieron irse a pasar el resto del día con sus novios en turno, mientras que los que quedamos, en su mayoría hombres abandonados por el amor, comenzamos a debatir si irnos cada quién a nuestras casas o intentar alargar una tarde que al menos en el plano amoroso no pintaba nada bien.

Entonces el individuo amigo de Catherine (que en esa época vivía con ella porque a él lo habían corrido de su casa) propuso ‘vamos a casa de Caty un rato’. Como no teníamos nada que hacer, algunos aceptamos la propuesta. No me acuerdo muy bien, pero iba mi mejor amigo Ángel Vázquez (que estaba a escasos dos años y cinco meses de que el amor de su vida le hiciera caso), Alejandro Rueda (antes de que se convirtiera en el Chico Amistad), John Valdez (en su moto), creo que mi otro gran amigo Isaac Rocha (no recuerdo bien), y mis amigas Fernanda y Erika alias ‘Yoshi’. Perdón si omití a alguien (igual y ni les va a importar). Yo ni ganas tenía de ir, pero en vista de que la señorita dueña de mis desvelos de por aquella época se fue quién sabe a dónde con quién sabe quién, decidí ir y por qué no, encontrarme a Catherine y conseguir a última hora un 14 de febrero con un poquito de amor.

Por supuesto Catherine ni caso me hizo. Ustedes, si han tenido el estoicismo o masoquismo suficientes para llegar aquí se preguntaran dónde está lo bueno de éste relato. Les pido que no abandonen la lectura (a menos que sea para ir por un refresco y una silla más cómoda) porque ahora viene lo bueno. Intentaré, por lo mismo, tomar una narrativa más sería y no tan desparpajada y despreocupada como en los párrafos anteriores.

El centro de Tlalpan es un antiguo barrio estilo colonial ubicado al sur de la ciudad. Calles empedradas, grandes casas construidas con madera y piedra, una plazoleta con una iglesia barroca, bares y cantinas tradicionales. Justamente en esa zona, más provinciana que metropolitana, estaba ubicada la casa de Catherine. Llegamos cuando comenzaba a caer la noche. Por más que intento no alcanzo a recordar si llovía, pero el fuerte viento que soplaba y los relámpagos que iluminaban el cielo no se me olvidan.

Como las calles de ese barrio son tan angostas, batallé un par de minutos en encontrar un sitio seguro en el que poder estacionar mi auto. La fachada de la casa era de color lila (creo) y tenía una gran puerta de madera. Al entrar lo primero que nos encontramos fue un inmenso garaje, justo cuando lo atravesábamos para llegar a la recepción de la vivienda el cielo se iluminó de azul, el potente sonido de un trueno invadió el silencio y todo quedo en tinieblas.

Por bien de mi raciocinio, hubiera querido creer que el apagón se debió a una falla eléctrica provocada por las ráfagas del viento, pero nadie me quita la sensación tan extraña que tuve al entrar en aquella casa. ‘Tensión’. No hay mejor manera para llamarle a esa sensación de frió gélido que me recorrió la espina dorsal en cuanto irrumpí en el portal de aquel hogar. El aire y la soledad repentina se volvieron tan espesos que tuve que voltear y forzar la mirada en la oscuridad para convencerme de que no era el único desconcertado. Cruzamos la puerta y nos encontramos con la sala de estar. Entonces dos personas aparecieron de una de las entradas del fondo. Cada una sostenía una vela en su mano. Eran Catherine y su mamá que amablemente nos invitaron a tomar asiento.

Le pidieron a la muchacha de servicio que trajera un par de velas más, botanas, refrescos y cervezas para quién gustara. Mientras tanto, la sensación de ‘no comodidad’ seguía presente. Una especie de hueco en las tripas me molestaba y hacía que definitivamente no me la estuviera pasando muy bien, pues sin tener motivo me sentía preocupado y hasta deprimido. Mentalmente intentaba convencerme de que todo aquello era un malestar físico cuando las luz de las velas que acababan de traer, y que colocaron sobre la mesa de centro, reveló ante mí un entorno surrealista en toda la extensión de la palabra.

Sucede que todas las paredes de aquella casa estaban llenas de imágenes de ángeles y santos. De diferentes tamaños, algunos con marcos de madera, algunos con mirada perturbadora, otros sufriendo, pero todos reales y un poco tétricos en aquellas sombras. No sólo aquellas pinturas, que seguramente superaban las cien, cubrían los muros. También otros objetos de arte sacro como crucifijos, rosarios, palmas, figuritas de vírgenes, apóstoles y santos, además de un Cádiz hacían imposible encontrar más de un metro cuadrado de pared desnuda. Recipientes de cristal con sustancias y polvos irreconocibles, además de Cirios de Ángel (cirios que crecen en forma circular) estaban por cada uno de los rincones de la vivienda.

Tratando de aparentar mi creciente intranquilidad miré de reojo a mis amigos, tropezándome con la misma cara nerviosa que seguramente yo también proyectaba. Definitivamente, aquello parecía todo, menos día de San Valentín (cuya imagen, no dudo, debería de estar colgada por ahí). La plática comenzó sin algún tema en específico.

- Y la luz que no vuelve, para mí que ya nos van a empezar a espantar. Comenté en plan de broma.
- No te creas hijo. No sería nada raro. Respondió la mamá de Catherine.

Entonces entramos de lleno en el tema de lo sobrenatural. No sé si era porque once días antes había muerto mi papá, y estaba sensible al tema, pero el ambiente se volvió aun más pesado. Según Catherine y su mamá, en aquella casa siempre ocurrían cosas extrañas. La vivienda la adquirieron los abuelos de Catherine. Según vecinos del lugar, a principios del siglo pasado, a causa de la revolución, en aquella zona hubo muchos hechos violentos y algunas muertes. Otra versión es que los antiguos dueños de esa casa llevaban a cabo ritos de santería.

Lo cierto, es que desde entonces la casa quedó ‘tocada’ por vibras extrañas, mismas que con el tiempo fueron intensificándose y que encontraron escape cuando un familiar llevó una Tabla Ouija con la que se jugó durante varios días en el interior de la vivienda. Dio inició así el calvario para la familia de Catherine. Fueron muchos los hechos sobrenaturales que su mamá nos contaba como si nada. Nos decía que al anochecer era común que se fuera la luz (imagínense, sudé frió en cuanto escuché esto). Otras veces los aparatos electrónicos se prendían o movían de su sitio sin motivo alguno. Esto, por supuesto, era lo de menos comparado con las personas que ‘habitaban detrás de los espejos’, y que uno al verse en el espejo podía observar. Al voltear para buscar el rostro desconocido no había nada. También decían que en el corredor que llevaba a las habitaciones ocasionalmente se aparecía un hombre harapiento que no tenía pies y flotaba. Mi espanto llegó al máximo cuando Catherine nos contó sobre la ocasión en la que vio a una especie de soldado... sin cabeza.

A lo largo de la conversación, surgieron infinidad de terroríficas anécdotas más.

Fueron muchos años los que la familia de Catherine soportó bajó el poderío de fuerzas ‘sobrenaturales’. Charlatanes fueron y vinieron de la casa, sin que hubiera resultados satisfactorios. Hasta que una conocida de la prima de una vecina (así es en México) les recomendó que buscaran a una curandera de magia blanca, la cual iba diario hasta la misteriosa casa para rezar. Además de extraños rituales, la hechicera le pidió a todos los habitantes de la casa que se acercaran a Dios, que llenará la casa de imágenes de santos bendecidas y que pusiera la mayor cantidad de cirios de Ángel en jarrones con agua bendita.

Un par de años duró aquella batalla invisible. Los extraños acontecimientos y apariciones se fueron volviendo más y más esporádicos conformé la casa se iba llenando de figuras sacras.

- Desde hace dos o tres años ya no ha vuelto a ocurrir nada en esta casa, volvió la paz. ¿A poco no se siente una gran paz? Concluyó la Mamá de Catherine.

Yo por mi parte no sentía esa paz, al contrario. Pero al menos era muy tranquilizador saber que desde hace mucho no pasaba nada en aquel sitio en el que me encontraba. Catherine se retiro a su habitación para arreglarse, pues ella sí tenía con quién pasar el 14 de febrero (no como yo, que nada más fui a hacer el ridículo a esa casa). A nosotros nos dejó conversando con su mamá, que fuera del miedo que nos metió con sus historias, se me hizo muy agradable.

Entonces la cerveza que me había tomado comenzó a hacer efecto. Necesitaba ir al baño. Al principio había creído que podría aguantarme, pero las ganas eran tantas que decidí (esperando que no fuera muy lejos) preguntar dónde estaba el baño. La respuesta me dejó helado ‘el baño está bajando esas escaleras de allá, hasta el fondo del pasillo’; ‘¿el corredor dónde se aparecía el hombre que flotaba?’; ‘ese mismo’. Hubiera jurado que una sonrisita entre burlona y divertida se asomó en los labios de la dueña de la casa. De nada me sirvió decir que ya no tenía ganas de ir al baño. Todos me decían que fuera, que no podían creer que fuera un miedoso. Todos me decían cobarde, pero nadie se animaba a acompañarme.

Terminé por ir solo. Iluminando mi andar con una velita sentía como a cada paso me internaba en un mundo de oscuridad y frío, mucho frío. Llegué al corredor rezando un ‘Padre Nuestro’ a voz baja pero con toda la fe del mundo, pues es en esto casos cuando uno se acuerda de Dios. Ya no me importaba parecer un mariquita, sino llegar al baño, hacer lo que tenía que hacer y regresar sin que me diera un paro cardiaco en el trayecto.

En el baño ya las cosas fueron más fáciles. Dejé la vela en el lavamanos mientras mi cuerpo cumplía la función corporal que me había llevado hasta ahí. No sé cuánto me tardé, pero recuerdo que el tiempo que pasé esperando a que el chorrito terminara de salir se me hizo eterno. Justo estaba a punto de lavarme las manos cuando me di cuenta que frente a mi tenía un espejo. En un esfuerzo desesperado por agarrar la vela sin mirar al cristal (vaya a ser que a uno de esos ‘seres detrás del espejo’ se le ocurriera hacer su aparición justo en ese momento) moví bruscamente la flama y esta se apagó. Me quedé en tinieblas. En un instante, todas las historias que nos contaron Catherine y su mamá pasaron por mi mente, infundiéndome un miedo que pocas veces he sentido.

Ya no me importó nada más. Dejé la vela ahí y salí sin lavarme las manos (sí, que asco, pero en esos casos la higiene es lo que menos importa). Corrí como nunca en la vida hasta llegar a la sala. Obviamente, al llegar frente a todos actué como si no me hubiera pasado nada. Aunque seguramente mi rostro pálido y el sudor frío delataron mi miedo.

Media hora después bajó Catherine, se despidió de nosotros y se fue. Obviamente, el supuesto interés en mi era puro cuento. Cinco minutos después me retiré con mis amigos que aunque no lo confesaron, estaban igual de apanicados que yo.

Lo curioso es que al salir de la casa volvió la luz.

Volví en noviembre de 2004 a una fiesta. En esa ocasión no se fue la luz ni pasó nada fuera de lo normal. Aunque pensándolo bien, esa casa, con o sin apariciones es uno de los lugares con más energía en los que he estado jamás. Aun en mi segunda visita, la mirada de cientos de santos y ángeles me dicen que nada en esa casa ha dejado de ser extraño.

A Catherine no la veo desde hace más de dos años.

5 comentarios:

Enakam dijo...

Vaya historia! No creo mucho en cosas sobrenaturales. Pero igual le temo a lo desconocido.

Saludos!

GOMÍS dijo...

Qué hay de plús para los que leÍmos todo???

Aquí en Bogotá el día del amor y la amistá es en septiembre... No se celebra en febrero y además no se trabaja... Lo que puede hacer el amor, cierto???

Me encantan las historias de miedo, y me encanta sentir miedo... Hace muchos años, más de 22, yo tenía una novia (no era Catherine, tampoco me gustan las reventadas) que tenía "aptitudes" para ver fantasmas y muertos y espíritus... Vaya que todo eso me parecía perverso y seductor. Finalmente crecí, y me di cuenta que podía enloquecer a su lado, y seguí unos años más con ella... Lástima que no tuvimos hijos, sino, hubiéramos puesto nuestra "escuela de mediums" para resolver casos... CHALE!!!

la dueña dijo...

uy que rico a mi me fascinan esas historias
que talexperiencia , yo hasta hora no he visto nada sobrenatural ya quisiera!
me encanta sentir ese aire y sudor ese escalofrio de miedo .

mil besitos y que bueno que no te paso nada.

Melomania dijo...

comparto contigo :tambièn odio el dia de san valentìn, es màs hasat creo que me odia el tal santo que siempre esas fechas estoy sola.

y tu forma de escribir esa experiencia me ha gustado mucho , no habran màs historias asi?

saludos

gabriel revelo dijo...

héctor: el plus es la angustia de saber que perdiste más de veinte minutos de tu vida leyendo una historia en la que al final ni paso nada interesante... aun así, gracias por el comentario. es una lastima que no hubo escuela de mediums.

melomania: historias de terror así no hay, pero lee, dentro de éste blog 'recuerdos de una noche de viernes' la publiqué el 22 de mayo. igual y te gusta.