
Es verano en la Ciudad de México. Camino por sus calles y me encuentro con mucha gente sin nada que hacer. Contrario a los veranos madrileños, aquí la llamada Ciudad más grande del mundo es un hervidero de gente. Ya sea en las mañanas llenas de calor o en las tarde-noches acompañadas de tormentas estrepitosas, siempre hay movimiento. Gente en los cines, en las plazas comerciales y hasta en los museos.
Vengo llegando de la calle. No vi nada nuevo ni digno de contar de no haber sido por el extraño comportamiento de los niños. La niñez de hoy ya no es como en mis tiempos. Antes, bastaba que llegarán los añorados meses de julio y agosto para que escudados en el pretexto de las vacaciones, pusiéramos de cabeza por lo menos dos kilómetros a la redonda.
En mis tiempos, atreverse a entrar en un parque cualquiera significaba poco menos que desafiar a la muerte. Balones disparados de un lado a otro; niños gordos corriendo de un lado a otro sin el menor cuidado de no arrollar algún pobre cristiano en su camino; patinetas, bicicletas y avalanchas que salían volando de cualquier sitio; niños aventándose globos de agua y tierra; balas de goma de un lugar a otro; y así, podría pasarme la tarde entera describiendo un paisaje que dejaría a la ciudad de Bagdad como una guardería de bebes.
Pero con todo y todo, uno era feliz en esos días eternos. E interrumpo la narración para decir que acabo de preocuparme, pues siempre consideré un síntoma de ‘envejecimiento’ comenzar a rememorar la época que uno vivió como la mejor, y, ¡oh sorpresa!, lo estoy haciendo. Y aprovechando, ya que me desvíe de la idea central del texto, les diré que si ustedes son susceptibles, conservadores, les da asco todo o simplemente están comiendo mientras leen esto, mejor será que no continúen. Tampoco lo hagan todos aquellos que hasta el momento, gracias a lo que han leído en éste blog tengan una buena imagen, o cuando menos aceptable de mi, pues es muy probable que después de este post me consideren un marrano asqueroso. ¡Tan bonitas que me quedaron las entradas anteriores, para literalmente ‘embarrarlas’ con mis porquerías! Sobre advertencia no hay engaño.
De vuelta al texto. Ahora que vengo llegando de mi caminata vespertina, sigo pensando en el panorama que vi: muy pocos niños. Algunos ocupaban la resbaladilla y los columpios del parque, dos pateaban un balón (nada comparado con los partidazos de antaño), unas niñas peinaban a sus Barbies, un bebé con traje de Spiderman corre lentamente sin entender que es lo que hace, otro grupito estaba sentado en la banqueta hablando de videojuegos... ¡y ya!. Digo, para ser niños están demasiado tranquilos, demasiado bien peinados, demasiado limpios, demasiado preocupados por lo que pudieran decir los demás. Que me perdonen los niños de hoy, pero yo me estoy divirtiendo más escribiendo estas líneas.
Jugar es tomar otros roles, sentir la adrenalina de ser atrapado en tu escondite, hacer travesuras que le pongan a los adultos los pelos de punta. Es gritar todo el día, creerse Batman y darle sus batigolpes a quién se atreva a dudarlo. Ser niño es encontrar en cualquier cosa el mayor de los juguetes. Díganmelo a mí, que hice hasta del excremento la mayor de las diversiones.
Excremento. A partir de ahora empieza mi complicación para nombrar a tan singular materia, y no porque le tema a lo escatológico o tema nombrar a las cosas por su nombre, sino porque hay tantas formas de llamarle a la caca, que simplemente no sé si referirme a ella como popo, mierda, mojón (creo que así se le llama en sudamérica), cake, desechos fecales o los ya referidos excremento y caca.
Ya hasta me dio hambre.
Bueno, optaré por llamarle popo a la caca, pues se oye agradable y hasta infantil (Dios mío, que estoy escribiendo).
Entonces, y como mi contribución a la niñez, les explicaré un juego que junto con un primo inventé por ahí de finales de los ochenta. Dicho juego surgió una tarde veraniega de sábado en casa de mi abuela paterna por el barrio de San Lorenzo Tezonco, en el oriente de la ciudad. Entonces aquellas calles acababan de ser pavimentadas y muchas de las casa estaban en construcción. Obviamente, había demasiado polvo, pobreza y perros callejeros por aquella zona que hoy, sin embargo, a cambiado mucho.
El juego de la Kryptonita sólo pudo haber sido inventado por dos seres perversos, y que para colmo, se llaman igual Así es, en el mundo hay otro Gabriel Revelo aparte de mí: mi primo, sólo que su segundo apellido es Villegas, y yo soy González. El es un año más grande que yo. Actualmente está casado y tiene dos hijos. Yo en cambió, estoy soltero y escribo sobre popo.
Pues esa tarde salimos a jugar con algunos de sus amigos del rumbo. Como yo en esa época me creía superhéroe, traía mi pijama de Superman como ropa de vestir (sí y qué, tenía siete años, sean comprensivos) y creo, era la envidia de los otros niños que seguramente también se creían Superman, pero que no se parecían ni tantito. Bueno, yo tampoco, pues en esa época era niño gordo.
Entonces, como el tema del día era Superman decidimos jugar a que todos éramos nativos de kriptón, planeta al borde de su destrucción. Como sólo queda una nave para escapar de la catástrofe, los kryptonianos (nosotros) debíamos batirnos a muerte por el transporte que salvaguardaría nuestra vida y nos daría el titulo único e irrebatible de Superman.
La nave no era más que una cubeta. Alcanzarla habría sido lo más sencillo del mundo si no fuera por el detalle de la Kryptonita. Como todos saben, dentro de la historia de Superman la kryptonita es un elemento sólido del universo que debilita y puede llegar a causar la muerte de cualquier kryptoniano. Llegamos a la conclusión de que la kryptonita no podrían ser piedras, botellas o una pelota, pues no significaría ningún reto o miedo andar esquivando algo que ‘no nos daba miedo’. Entonces, algún niño enfermo de los que nos acompañaba propuso usar la popo de perro que había en la calle como kryptonita.
Lejos de darnos asco, nos dio risa, además de que la idea tenía todo el sentido del mundo. Nadie querría tener contacto con ‘la kryptonita’ ni estar cerca de ella, a sabiendas de que además de desagradable, quedar marcado (o embarrado, que para el caso es lo mismo) significaría quedar fuera del juego.
Comenzó la contienda, y ahí estábamos los cinco niños, cada uno dotado de ramitas, papeles y bolsas para tomar la kryptonita (que había de sobra) y arrojarla a los demás. En unos minutos, la popo volaba por todos lados y ¡pam!, que le dan a uno de los kryptonianos, quien por cierto se fue mentando madre a los otros concursantes.
El juego era una asquerosidad, ni como negarlo, pero honestamente, ha sido uno de los juegos más divertidos de mi vida. Esa adrenalina de estar corriendo a sabiendas de que algo tan tóxico como ‘la kryptonita’ podría caernos encima, y a la vez, esa diversión de ver a los demás sufrir la desgracia de quedar embarrados es única.
Cayeron otro dos kryptonianos, quedando únicamente los dos Gabriel Revelo como sobrevivientes, quienes decidimos perdonarnos mutuamente y escapar en la nave espacial. En eso estábamos, llenos de orgullo de ser los únicos dos jugadores que no recibimos el impacto de ‘la kryptonita’ en alguna parte del cuerpo cuando uno de los adultos salió de la casa para indicarnos que la comida estaba lista.
La comida en casa de mi abuela, reunía a varios de los hermanos de mi papá, alguna tía, mi abuelo y algunos primos en una pequeña cocina. Llegamos y nos sentamos platicando emocionados nuestra proeza, pues no todos los días se escapa uno de kriptón. Entonces, como si una maldición o un virus extraterrestre hubiera entrado en la cocina, todos comenzaron a torcer las caras y hacer gestos de asco. Nadie decía nada, pero era evidente que algo no estaba bien. Poco a poco las miradas se centraron en mi tocayo y en mi.
- Huele raro. ¿Pues qué estaban haciendo?.
- Jugando a la kryptonita
- ¿Y qué usaban como kryptonita?.
Ya no hizo falta explicar nada. Según nosotros no olía a nada. Según nosotros ninguna popo tuvo contacto directo con nosotros. Fuimos sacados inmediatamente de la cocina y comimos en el patio. Los demás también se salieron de la cocina y comieron en otro comedor, cuenta la leyenda, que el olor a popo en la cocina duró dos días más.
El regreso a mi casa fue igual de raro. Mi papá bajó todos los vidrios del auto, cubrió el lugar en el que me sentaba con plástico y manejaba a toda velocidad (no sé si para que el aire ventilara el interior del vehículo, o para que yo tomara un baño cuanto antes).
Jamás volví a jugar a la Kryptonita, pero atesoró ese momento como uno de los mejores (y más olorosos) de mi vida. Seguramente, si le mencionan lo ocurrido a mi primo lo negará, pero yo, que ya perdí la vergüenza aceptó mi culpabilidad. Digan lo que quieran, que es antihigiénico, que las bacterias, que las enfermedades, etc... pero yo era Superman, y ninguna infección iba a impedir que me saliera con la mía.
Vengo llegando de la calle. No vi nada nuevo ni digno de contar de no haber sido por el extraño comportamiento de los niños. La niñez de hoy ya no es como en mis tiempos. Antes, bastaba que llegarán los añorados meses de julio y agosto para que escudados en el pretexto de las vacaciones, pusiéramos de cabeza por lo menos dos kilómetros a la redonda.
En mis tiempos, atreverse a entrar en un parque cualquiera significaba poco menos que desafiar a la muerte. Balones disparados de un lado a otro; niños gordos corriendo de un lado a otro sin el menor cuidado de no arrollar algún pobre cristiano en su camino; patinetas, bicicletas y avalanchas que salían volando de cualquier sitio; niños aventándose globos de agua y tierra; balas de goma de un lugar a otro; y así, podría pasarme la tarde entera describiendo un paisaje que dejaría a la ciudad de Bagdad como una guardería de bebes.
Pero con todo y todo, uno era feliz en esos días eternos. E interrumpo la narración para decir que acabo de preocuparme, pues siempre consideré un síntoma de ‘envejecimiento’ comenzar a rememorar la época que uno vivió como la mejor, y, ¡oh sorpresa!, lo estoy haciendo. Y aprovechando, ya que me desvíe de la idea central del texto, les diré que si ustedes son susceptibles, conservadores, les da asco todo o simplemente están comiendo mientras leen esto, mejor será que no continúen. Tampoco lo hagan todos aquellos que hasta el momento, gracias a lo que han leído en éste blog tengan una buena imagen, o cuando menos aceptable de mi, pues es muy probable que después de este post me consideren un marrano asqueroso. ¡Tan bonitas que me quedaron las entradas anteriores, para literalmente ‘embarrarlas’ con mis porquerías! Sobre advertencia no hay engaño.
De vuelta al texto. Ahora que vengo llegando de mi caminata vespertina, sigo pensando en el panorama que vi: muy pocos niños. Algunos ocupaban la resbaladilla y los columpios del parque, dos pateaban un balón (nada comparado con los partidazos de antaño), unas niñas peinaban a sus Barbies, un bebé con traje de Spiderman corre lentamente sin entender que es lo que hace, otro grupito estaba sentado en la banqueta hablando de videojuegos... ¡y ya!. Digo, para ser niños están demasiado tranquilos, demasiado bien peinados, demasiado limpios, demasiado preocupados por lo que pudieran decir los demás. Que me perdonen los niños de hoy, pero yo me estoy divirtiendo más escribiendo estas líneas.
Jugar es tomar otros roles, sentir la adrenalina de ser atrapado en tu escondite, hacer travesuras que le pongan a los adultos los pelos de punta. Es gritar todo el día, creerse Batman y darle sus batigolpes a quién se atreva a dudarlo. Ser niño es encontrar en cualquier cosa el mayor de los juguetes. Díganmelo a mí, que hice hasta del excremento la mayor de las diversiones.
Excremento. A partir de ahora empieza mi complicación para nombrar a tan singular materia, y no porque le tema a lo escatológico o tema nombrar a las cosas por su nombre, sino porque hay tantas formas de llamarle a la caca, que simplemente no sé si referirme a ella como popo, mierda, mojón (creo que así se le llama en sudamérica), cake, desechos fecales o los ya referidos excremento y caca.
Ya hasta me dio hambre.
Bueno, optaré por llamarle popo a la caca, pues se oye agradable y hasta infantil (Dios mío, que estoy escribiendo).
Entonces, y como mi contribución a la niñez, les explicaré un juego que junto con un primo inventé por ahí de finales de los ochenta. Dicho juego surgió una tarde veraniega de sábado en casa de mi abuela paterna por el barrio de San Lorenzo Tezonco, en el oriente de la ciudad. Entonces aquellas calles acababan de ser pavimentadas y muchas de las casa estaban en construcción. Obviamente, había demasiado polvo, pobreza y perros callejeros por aquella zona que hoy, sin embargo, a cambiado mucho.
El juego de la Kryptonita sólo pudo haber sido inventado por dos seres perversos, y que para colmo, se llaman igual Así es, en el mundo hay otro Gabriel Revelo aparte de mí: mi primo, sólo que su segundo apellido es Villegas, y yo soy González. El es un año más grande que yo. Actualmente está casado y tiene dos hijos. Yo en cambió, estoy soltero y escribo sobre popo.
Pues esa tarde salimos a jugar con algunos de sus amigos del rumbo. Como yo en esa época me creía superhéroe, traía mi pijama de Superman como ropa de vestir (sí y qué, tenía siete años, sean comprensivos) y creo, era la envidia de los otros niños que seguramente también se creían Superman, pero que no se parecían ni tantito. Bueno, yo tampoco, pues en esa época era niño gordo.
Entonces, como el tema del día era Superman decidimos jugar a que todos éramos nativos de kriptón, planeta al borde de su destrucción. Como sólo queda una nave para escapar de la catástrofe, los kryptonianos (nosotros) debíamos batirnos a muerte por el transporte que salvaguardaría nuestra vida y nos daría el titulo único e irrebatible de Superman.
La nave no era más que una cubeta. Alcanzarla habría sido lo más sencillo del mundo si no fuera por el detalle de la Kryptonita. Como todos saben, dentro de la historia de Superman la kryptonita es un elemento sólido del universo que debilita y puede llegar a causar la muerte de cualquier kryptoniano. Llegamos a la conclusión de que la kryptonita no podrían ser piedras, botellas o una pelota, pues no significaría ningún reto o miedo andar esquivando algo que ‘no nos daba miedo’. Entonces, algún niño enfermo de los que nos acompañaba propuso usar la popo de perro que había en la calle como kryptonita.
Lejos de darnos asco, nos dio risa, además de que la idea tenía todo el sentido del mundo. Nadie querría tener contacto con ‘la kryptonita’ ni estar cerca de ella, a sabiendas de que además de desagradable, quedar marcado (o embarrado, que para el caso es lo mismo) significaría quedar fuera del juego.
Comenzó la contienda, y ahí estábamos los cinco niños, cada uno dotado de ramitas, papeles y bolsas para tomar la kryptonita (que había de sobra) y arrojarla a los demás. En unos minutos, la popo volaba por todos lados y ¡pam!, que le dan a uno de los kryptonianos, quien por cierto se fue mentando madre a los otros concursantes.
El juego era una asquerosidad, ni como negarlo, pero honestamente, ha sido uno de los juegos más divertidos de mi vida. Esa adrenalina de estar corriendo a sabiendas de que algo tan tóxico como ‘la kryptonita’ podría caernos encima, y a la vez, esa diversión de ver a los demás sufrir la desgracia de quedar embarrados es única.
Cayeron otro dos kryptonianos, quedando únicamente los dos Gabriel Revelo como sobrevivientes, quienes decidimos perdonarnos mutuamente y escapar en la nave espacial. En eso estábamos, llenos de orgullo de ser los únicos dos jugadores que no recibimos el impacto de ‘la kryptonita’ en alguna parte del cuerpo cuando uno de los adultos salió de la casa para indicarnos que la comida estaba lista.
La comida en casa de mi abuela, reunía a varios de los hermanos de mi papá, alguna tía, mi abuelo y algunos primos en una pequeña cocina. Llegamos y nos sentamos platicando emocionados nuestra proeza, pues no todos los días se escapa uno de kriptón. Entonces, como si una maldición o un virus extraterrestre hubiera entrado en la cocina, todos comenzaron a torcer las caras y hacer gestos de asco. Nadie decía nada, pero era evidente que algo no estaba bien. Poco a poco las miradas se centraron en mi tocayo y en mi.
- Huele raro. ¿Pues qué estaban haciendo?.
- Jugando a la kryptonita
- ¿Y qué usaban como kryptonita?.
Ya no hizo falta explicar nada. Según nosotros no olía a nada. Según nosotros ninguna popo tuvo contacto directo con nosotros. Fuimos sacados inmediatamente de la cocina y comimos en el patio. Los demás también se salieron de la cocina y comieron en otro comedor, cuenta la leyenda, que el olor a popo en la cocina duró dos días más.
El regreso a mi casa fue igual de raro. Mi papá bajó todos los vidrios del auto, cubrió el lugar en el que me sentaba con plástico y manejaba a toda velocidad (no sé si para que el aire ventilara el interior del vehículo, o para que yo tomara un baño cuanto antes).
Jamás volví a jugar a la Kryptonita, pero atesoró ese momento como uno de los mejores (y más olorosos) de mi vida. Seguramente, si le mencionan lo ocurrido a mi primo lo negará, pero yo, que ya perdí la vergüenza aceptó mi culpabilidad. Digan lo que quieran, que es antihigiénico, que las bacterias, que las enfermedades, etc... pero yo era Superman, y ninguna infección iba a impedir que me saliera con la mía.
Mil perdones a todos aquellos que se imaginaron el olor de la cocina. Les juro que después de ese día me he bañado unas 544,235,784 veces.