martes, 24 de abril de 2007

Periférico Beach

Por desidia, no fui al viaje de graduación de mi primaria. En lugar de asistir con mis compañeros de generación, preferí irme de vacaciones (como cada año) con mi familia a Acapulco. Todos esos días, y aun durante semanas enteras, me la pasé arrepentido por la posibilidad de perderme una significativa cantidad de vivencias y momentos que nadie me devolvería. Desde aquel sin sabor del ‘qué hubiera sido si...’, me prometí que en adelante sólo me arrepentiría por ‘acciones’ y no por ‘posibilidades’.

Por eso ahora me gusta experimentar de todo. Aun a sabiendas de riesgos de muerte, ridículo o salud. Ahora prefiero correr riesgos, no ser tan calculador, y dejar que las cosas se den como al destino le parezca más conveniente. Toda esta filosofía de tres pesos, incluye también el no perderme de acontecimiento alguno en mi Ciudad. Por eso me urgía regresar de Veracruz antes de que el periodo vacacional llegara a su fin, pues no quería perderme la ocasión de visitar una de las cuatro playas instaladas en el Distrito Federal.

Hace dos días, la luminosidad de un día soleado terminó por darme los últimos empujoncitos para salir de mi casa y enfilarme hacía ‘Villa Olímpica’. Una hora después, un poco más acalorado y tras de haberme perdido en un par de ocasiones, estacioné el auto y me encontré ante una gran manta que me da la bienvenida ‘Playa Villa Olímpica’.

A partir de aquí las cosas comenzaron a suceder más rápido. Sin darme cuenta entré en un mundo surrealista que hasta hoy no consigo recordar detalladamente. Un letrero de ‘Entrada gratuita’, un par de mantas con cuerpos esculturales pintados y un agujero para que los visitantes asomen su rostro y sean retratados como recuerdo de aquella visita, salvavidas, albercas, etc. Pero sobre todo, gente, mucha gente. Niños, jóvenes, señoras, ancianos. Gordos, flacos, chaparros, altos. Con traje de baño y chanclas, con toallas percudidas, bolsas con refrescos de tres litros y tortas de jamón para ‘el lonch’. Algunos vestían ropa interior a falta de traje de baño, otros iban con lo primero que encontraron, pero todos, divertidos y ansiosos por hacer castillos de arena y sumergirse en el agua como si se encontraran en cualquier playa del caribe mexicano.

Sucede que es tanta la demanda de éstos ‘oasis del asfalto’, que los visitantes deben hacer fila y obtener un brazalete con el que podrán acceder a la ‘zona de playa’ y pasar dos horas de sano recreo. Al finalizar éste periodo, abandonan el lugar y un nuevo grupo de visitantes irrumpe. También por dos horas en la escena, y así sucesivamente. El primer pelotón, según me enteré, entra a las 8 de la mañana, y el último a las 4 de la tarde.

Antes de que los bañistas puedan entrar a las albercas, deben participar en la sesión de calentamiento que una preparadora física del gobierno les proporciona. Por cinco minutos (o más) fui testigo de una gigantesca clase de aerobics que con disculpas de los participantes, rayaba en la comicidad. Niños gordos, abuelitas en fondo, señores en bermudas y con calcetines de vestir y demás ejemplares curiosos movían sus humanidades al ritmo de una canción reggetonera. Y después, que Dios se apiade de aquellas almas que desbocadas se precipitaron en milésimas de segundos a la voz de listo, convirtiendo aquellas albercas en hervideros humanos y campos de cultivo para las bacterias.

Caminé un poco más y descubrí a un par de niñas jugando con la arena que a esas alturas de las vacaciones ya no era tan blanca como antes. Unos pasos más, y di con la zona de comida, dónde por una muy breve cantidad de dinero uno puede degustar un rico caldo de camarón, un ceviche, un cóctel de camarón y otras delicias del mar. Siendo fiel a mi nueva filosofía de vida, decidí correr el riesgo de pasar la noche sentado en la tasa del baño y pedí un filete de pescado. Hasta el momento, mi temeridad no ha tenido consecuencia.

Lo acepto, todo lo que vi en ese ‘baño del pueblo’ (en sentido literal y figurado) sobrepasó mis expectativas. Quizá me he vuelto demasiado ‘burgués’, o simplemente tantas muestras de populismo me marearon. Como de seguro ya estoy sonando pedante, diré que si bien, la noticia y posterior instalación de éstas playas artificiales en la Ciudad de México me pareció surrealista y hasta ridícula, después de visitarla me di cuenta que si un grueso de población disfruta de sus vacaciones y se olvida de sus problemas, entonces vale la pena (aunque no todos la comprendamos).

Desde ahora, le propongo al Jefe de Gobierno del Distrito Federal que para la temporada navideña instale en el Cerro de la Estrella una zona para esquiar, y en Churubusco una pista de patinaje.

<< “ (como el simbolito de las caricaturas japonesas de ‘continuará)

1 comentario:

Alviseni dijo...

I so agree with you man, arrepentirse por acciones más que por posibilidades. Bien dicho...bueno, escrito.