Si llegué aquí, fue porque algo me llevo a ti. Ya ves, el
destino no se encapricha porque sí.
Cae la tarde y sopla el viento. El sol brilla pero no
quema. Las hojas caen mientras el mundo adquiere esa atmósfera que algunas
veces conecta el cielo con el corazón. Hacen falta instantes así, no para
pensar ni para la reflexión, ni siquiera para sentir que uno tiene sangre en
las venas y está vivo; más bien, si hacen
falta momentos congelados, es para dejarnos llevar. Para volvernos tierra, o
mariposa. Ser todos y no ser nadie. Irnos. O quedarnos. Pero sin preocuparnos
de las consecuencias de nuestras decisiones. Porque al fin y al cabo eso es la
vida: el hacer y deshacer a cada paso que damos. Ya depende de nosotros el
angustiarnos o no en el camino.
Es en esos segundos de conexión con el universo, cuando
aprovecho para viajar al país de los supuestos, al sitio que jamás fue pero que
se quedó con las ganas de ser. Lugares que antes de ciudades fueron ruinas.
Murallas que colapsaron antes de levantarse. En esos escombros están enterradas
decenas, quizá cientos de historias que jamás protagonizaré. Triunfos, amores y
dolor que para bien o para mal no me alcanzaron ni eran para mí. Solamente
resurgen como espectros en ocasionales fugas del pensamiento, los cuales a veces
alimentan la nostalgia y la curiosidad, pero que instantes después mueren como
lo que son: nada.
Que sople el viento y que me lleve, o que la tarde se
pinte de obscuridad. Hoy da igual. Ignoro qué fuerza es la que guía nuestro
camino en este laberinto de la existencia humana. ¿Algo me arrastró hacia ti, o
fui yo quien inconscientemente te llamaba desesperado? Nunca lo sabré y qué
bueno, porque en ese misterio descansa el amor que nos une.
Quizá lo nuestro sea fruto de un malentendido, pero no de
la casualidad. El mundo no puede estar construido por bases tan endebles.
Detrás de cada gesto, de cada movimiento, de cada encuentro, hay una precisión
matemática compleja e imposible de calcular. Y sin embargo, pensar en este
engranaje de encuentros y engranajes
sería una pérdida de tiempo. No lo entenderíamos, ni siquiera sabríamos
bajo que preceptos opera. Por eso, cuando sopla el viento por las tardes lo
mejor es lanzarse al abandono y volvernos susurro.
Que sople el viento y nos vuelva estrellas. Para brillar
por años, aun después de que nuestra vida se apague.
Que sople el viento y el mar nos arrastre en su marea.
Así tendremos la certeza de que a pesar de la tempestad, algún día
encontraremos la calma de alguna orilla.
Que sople el viento y nos lleve bien lejos. Por bosques,
ciudades y montañas. Que nos vuelva viajeros eternos cuyo movimiento sea
calmado sólo por la lluvia.
Que sople el viento y su sonido nos amalgame con el de
los pájaros que cantan al amanecer, porque es en esas horas -aparentemente más
oscuras- cuando más necesito sentirme acompañado.
Que sople el viento en una tarde apacible cuando cae la
noche. Que mi soledad momentánea se acompañe de tu infinita presencia, que
transmute en todo mi entorno y haga lo que quiera de mí.
Que sople el viento. Yo me dejo llevar.
Tú eres mi viento. Yo sólo anhelo ser tu veleta.
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