
“y si sigues siendo tan linda, y aun posees el carácter y sonrisa de hace diez años; entonces te aseguro, apostaría, podría enamorarme de ti...”
Son casi las nueve de la noche y sigo aquí. Solo. Encerrado en este viejo Datsun modelo ochenta y pico en medio de un calórico junio. A ratos llueve y el ambiente refresca momentáneamente. No es suficiente, desde hace horas mi espalda y camisa ya se encuentran completamente empapadas de sudor. Maldiciendo la falta de aire acondicionado intento distraerme buscando algo medianamente interesante en la radio: un noticiero deportivo, algún corte informativo, los típicos programas para adolescentes enamorados del amor. Un informe vial me anuncia que el tráfico en Patriotismo está a vuelta de rueda... en fin, la ciudad esta desquiciada. En esto no hay nada nuevo.
Sonrío preguntándome si sería mejor estar atorado en cualquier embotellamiento a estas horas de la noche. De cualquier manera estoy encerrado en este cacharro que ni es mío. Aunque eso si, perfectamente estacionado en una apacible calle de la colonia Paseos de Taxqueña. Finalmente desisto mi búsqueda en la banda radiofónica y apago el estéreo. Así, el interior del vehículo se une al silencio del rededor y sólo escucho el pausado rin-tin-teo de las solitarias gotas de lluvia que siguen estrellándose en el parabrisas. ‘Constelación de Acuario’ es el nombre de la calle en la que estoy estacionado desde las cinco de la tarde, esperando a que Liliana haga su aparición, o en el peor de los casos, se me de la señal para actuar.
Estoy nervioso, lo cual además de absurdo para mi edad, es peligroso para mi profesión. Y sin embargo, éste viejo rumbo de Taxqueña sigue brindándome el confort del hogar. ¿Cómo olvidar que en esa colonia viví los primeros quince años de mi vida?; precisamente mi casa (si no mal recuerdo) se encuentra a cuatro calles de aquí. Y por eso, ahora que regreso casi diez años después, parece que el tiempo se ha congelado. Al menos la casa 42 sigue igual, con el mismo zaguán verde, el mismo balcón lleno de flores perfectamente bien cuidadas y la misma luz ámbar desprendiéndose de aquel farolito estilo colonial de la entrada.
Bajo el vidrio lentamente y enciendo el penúltimo cigarrillo que me queda. Tanta nicotina debería de tenerme en el más inmaculado estado de relajación; contrariamente, la idea de verte me revuelve todos y cada uno de los intestinos. Preguntándome qué demonios me pasa le doy el primer golpe al cigarrillo. Liliana, siempre me gustó su nombre. La última vez que la vi, creo, fue el día de nuestra graduación en la primaria. En medio de diplomas, discursos y uniformes de escuela pública le dije ‘adiós’ sin saber que no la volvería a ver por años, y mucho menos, que el destino me haría encontrarme con ella en circunstancias completamente diferentes. Tiro la ceniza en una lata de Coca Cola vacía, y de reojo miro el reloj de mi muñeca izquierda, son las nueve y cuarto.
Liliana. Me encantaría pedirle perdón por lo estúpido que fui durante los años de nuestra educación primaria. Quizá era demasiado tonto, ¿o demasiado niño?, para darme cuenta que aquellas miradas, palabras y caricias disfrazadas de contactos físicos casuales en realidad eran las primeras muestras de amor que una mujer vertía en mí. En ese momento ella aun era una niña, y ahí esta el problema, el ignorar sus sentimientos quizá es el peor error de mi vida. ¿Qué hay más puro que los primeros sentimientos amatorios, aquellos que nacen libres de intereses y limpios de la maldad de la rutina? En ese entonces teníamos once años. Para mi era una amiga más del grupo. El tiempo siguió pasando y su recuerdo lentamente se fue difuminando. Al ya no verla, Liliana se volvió invisible al recuerdo.
Miro por el retrovisor, aparte de un perro callejero que atraviesa lentamente de una acera a otra, la calle esta vacía. Un poco hastiado lucho por reprimir la vorágine de recuerdos que de repente se abalanzan sobre mi. ¿En qué preciso momento volvió Liliana a mi memoria? Sospecho que fue justo cuándo cambié mi residencia a Guadalajara por motivos de trabajo de Papá. Ahí comencé a mirar en las mujeres algo más que compañeras de clase. Empecé a enamorarme, y de ahí en adelante todo se fue al demonio, porque con cada nueva declaración de amor, con cada promesa de pasión que veía en el aire yo entregaba mi corazón. Abrí mis ojos y el resto de mis sentidos al siempre aterrador juego del romance, tan sólo para darme cuenta que en realidad, eso de buscar a quién querer siempre resulta una demoníaca utopía. Cada que mis ilusiones se desmoronaban y que resignado comprendía que jamás recibiría un ‘te amo’ sincero, pensaba en Liliana. Pues la vida podrá engañarme de muchas maneras, pero jamás podrá quitarme la certeza de que al menos ella, en algún momento de su vida, me quiso con la transparencia de un ángel de Dios.
Un señor de edad avanzada pasa a lado de mi ventana, aunque en realidad eso por ahora no me importa, así como tampoco debería importarme esta lágrima que lentamente desciende por mi mejilla derecha. ¿En qué momento mi vida perdió esa magia de mi niñez? ¿en qué punto el amor se me escapó de las manos para dejarme hundido en esta soledad?. Es cierto, tengo veintiséis años y un breve historial de parejas en mi haber, pero jamás un ‘amor verdadero’. Y en esas estoy desde hace años, preguntándome si ella habrá corrido con mejor suerte que yo. Hace un año regresé a la Ciudad, y desde ese momento tomé la costumbre de recorrer sus avenidas por las tardes con la esperanza de encontrarme con ella. Obviamente no lo conseguí, hasta el día de hoy, en el que por motivos de trabajo tengo que regresar hasta el número 42 de Constelación de Acuario.
A lo lejos reconozco la silueta de una joven con el andar de una soberana celestial y el rostro de una niña. Sin duda tienes que ser tú. Vistes una provocativa minifalda y un traje sastre de blancura impecable. Aun en estos momentos no me atrevo a salir del automóvil y en cambio, prefiero seguir observando cómo cruzas la solitaria calle, acortando la distancia que te separa de este solitario que soy yo, y que al menos por esta noche, odia decir que sólo está cumpliendo con su trabajo. Me basta mirar tus risueños ojos castaños para jurarme mil cosas, y si sigues siendo tan linda, y aun posees el carácter y sonrisa de hace diez años; entonces te aseguro, apostaría, podría enamorarme de ti... y no ya de tu recuerdo.
Y en estas cosas pienso cuando ella pasa por el costado izquierdo del vehículo en el que me encuentro recluido voluntariamente a fuerza. Ni siquiera voltea a mirarme y es mejor así, pues se supone que debo pasar desapercibido para ella y los vecinos. Embelesado por su imagen y presencia me doy cuenta que Liliana es ya toda una mujer, más linda que guapa, más risueña que cosmopolita, y todo eso confirma mis sospechas: ella tiene todo lo que siempre he buscado, y más. Miro cómo abre la puerta de su casa, y se pierde en el interior.
Justo en el momento en el que su puerta se cierra y de nuevo me encuentro solo en esa calle, suena mi celular. Con pesar descubro que la llamada es del Comandante Fernández, mi jefe inmediato. Le informo que en cinco horas la única persona que ha entrado en esa casa es Liliana Castillo, la hija única de la familia, y que fuera de eso, nada raro ha pasado en el número 42. Recibo órdenes de actuar inmediatamente.
¿Y ahora qué hago? En qué maldito instante de incoherencia mental acepté esta misión secreta. Se dice que en ese inmueble, en su casa, se trafica droga. Podría entrar y comprobar que todo eso no es más que sospechas, o bien, dar con algo sospechoso y arrestar a todos los presentes, incluida ella. Es desesperante. De cualquier manera no puedo presentarme en su vida después de tanto tiempo para decirle que alguien de su familia es traficante de drogas. ¿O ella estará al tanto de la situación?. Soy un imbécil pretendiendo volver a enamorar a Liliana con una sorpresita como esta. ¿Qué derecho tengo yo de arruinarle la vida y condenarle a un futuro incierto en el que ella y los suyos muy probablemente sufrirán?. Con cautela saco la pistola que está debajo de mi asiento y corto cartucho. Guardo mi identificación de la AFI en el bolso trasero del pantalón y me juro que después de esta detestable tarea lo mejor será buscarme un trabajo más común.
Mirando fijamente su casa bajo del auto. Lejos de pensar en la manera de entrar y encontrar cualquier indicio de estupefacientes, lo único que en realidad tengo en la cabeza es si ella está soltera, tiene novio o peor tantito, esposo. Uno no debería pensar en estas cosas antes de arrestar a alguien, y mucho menos, sentir celos de nada. ¿Tengo derecho de complicarle la vida? Claro que no, antes preferiría mentirle a las autoridades policíacas. Le debo el cariño que sin interés alguno me brindó; y también, una disculpa por haber sido tan ciego. Por eso vuelvo a subir a ese Datsun y abandono mi ‘posición de espía’. Arranco y me alejo pensando en un buen pretexto. De seguro diré que en aquella casa no encontré nada y que lo mejor será buscar otras líneas de investigación. Siempre me quejé de la corrupción y ahora caigo en lo mismo. Ni modo, compréndeme Dios, no tengo ningún derecho a complicarle la existencia, y en cambio, sí lo tengo de librarla de este problema. Cuídate Liliana, estamos a mano.
Sonrío preguntándome si sería mejor estar atorado en cualquier embotellamiento a estas horas de la noche. De cualquier manera estoy encerrado en este cacharro que ni es mío. Aunque eso si, perfectamente estacionado en una apacible calle de la colonia Paseos de Taxqueña. Finalmente desisto mi búsqueda en la banda radiofónica y apago el estéreo. Así, el interior del vehículo se une al silencio del rededor y sólo escucho el pausado rin-tin-teo de las solitarias gotas de lluvia que siguen estrellándose en el parabrisas. ‘Constelación de Acuario’ es el nombre de la calle en la que estoy estacionado desde las cinco de la tarde, esperando a que Liliana haga su aparición, o en el peor de los casos, se me de la señal para actuar.
Estoy nervioso, lo cual además de absurdo para mi edad, es peligroso para mi profesión. Y sin embargo, éste viejo rumbo de Taxqueña sigue brindándome el confort del hogar. ¿Cómo olvidar que en esa colonia viví los primeros quince años de mi vida?; precisamente mi casa (si no mal recuerdo) se encuentra a cuatro calles de aquí. Y por eso, ahora que regreso casi diez años después, parece que el tiempo se ha congelado. Al menos la casa 42 sigue igual, con el mismo zaguán verde, el mismo balcón lleno de flores perfectamente bien cuidadas y la misma luz ámbar desprendiéndose de aquel farolito estilo colonial de la entrada.
Bajo el vidrio lentamente y enciendo el penúltimo cigarrillo que me queda. Tanta nicotina debería de tenerme en el más inmaculado estado de relajación; contrariamente, la idea de verte me revuelve todos y cada uno de los intestinos. Preguntándome qué demonios me pasa le doy el primer golpe al cigarrillo. Liliana, siempre me gustó su nombre. La última vez que la vi, creo, fue el día de nuestra graduación en la primaria. En medio de diplomas, discursos y uniformes de escuela pública le dije ‘adiós’ sin saber que no la volvería a ver por años, y mucho menos, que el destino me haría encontrarme con ella en circunstancias completamente diferentes. Tiro la ceniza en una lata de Coca Cola vacía, y de reojo miro el reloj de mi muñeca izquierda, son las nueve y cuarto.
Liliana. Me encantaría pedirle perdón por lo estúpido que fui durante los años de nuestra educación primaria. Quizá era demasiado tonto, ¿o demasiado niño?, para darme cuenta que aquellas miradas, palabras y caricias disfrazadas de contactos físicos casuales en realidad eran las primeras muestras de amor que una mujer vertía en mí. En ese momento ella aun era una niña, y ahí esta el problema, el ignorar sus sentimientos quizá es el peor error de mi vida. ¿Qué hay más puro que los primeros sentimientos amatorios, aquellos que nacen libres de intereses y limpios de la maldad de la rutina? En ese entonces teníamos once años. Para mi era una amiga más del grupo. El tiempo siguió pasando y su recuerdo lentamente se fue difuminando. Al ya no verla, Liliana se volvió invisible al recuerdo.
Miro por el retrovisor, aparte de un perro callejero que atraviesa lentamente de una acera a otra, la calle esta vacía. Un poco hastiado lucho por reprimir la vorágine de recuerdos que de repente se abalanzan sobre mi. ¿En qué preciso momento volvió Liliana a mi memoria? Sospecho que fue justo cuándo cambié mi residencia a Guadalajara por motivos de trabajo de Papá. Ahí comencé a mirar en las mujeres algo más que compañeras de clase. Empecé a enamorarme, y de ahí en adelante todo se fue al demonio, porque con cada nueva declaración de amor, con cada promesa de pasión que veía en el aire yo entregaba mi corazón. Abrí mis ojos y el resto de mis sentidos al siempre aterrador juego del romance, tan sólo para darme cuenta que en realidad, eso de buscar a quién querer siempre resulta una demoníaca utopía. Cada que mis ilusiones se desmoronaban y que resignado comprendía que jamás recibiría un ‘te amo’ sincero, pensaba en Liliana. Pues la vida podrá engañarme de muchas maneras, pero jamás podrá quitarme la certeza de que al menos ella, en algún momento de su vida, me quiso con la transparencia de un ángel de Dios.
Un señor de edad avanzada pasa a lado de mi ventana, aunque en realidad eso por ahora no me importa, así como tampoco debería importarme esta lágrima que lentamente desciende por mi mejilla derecha. ¿En qué momento mi vida perdió esa magia de mi niñez? ¿en qué punto el amor se me escapó de las manos para dejarme hundido en esta soledad?. Es cierto, tengo veintiséis años y un breve historial de parejas en mi haber, pero jamás un ‘amor verdadero’. Y en esas estoy desde hace años, preguntándome si ella habrá corrido con mejor suerte que yo. Hace un año regresé a la Ciudad, y desde ese momento tomé la costumbre de recorrer sus avenidas por las tardes con la esperanza de encontrarme con ella. Obviamente no lo conseguí, hasta el día de hoy, en el que por motivos de trabajo tengo que regresar hasta el número 42 de Constelación de Acuario.
A lo lejos reconozco la silueta de una joven con el andar de una soberana celestial y el rostro de una niña. Sin duda tienes que ser tú. Vistes una provocativa minifalda y un traje sastre de blancura impecable. Aun en estos momentos no me atrevo a salir del automóvil y en cambio, prefiero seguir observando cómo cruzas la solitaria calle, acortando la distancia que te separa de este solitario que soy yo, y que al menos por esta noche, odia decir que sólo está cumpliendo con su trabajo. Me basta mirar tus risueños ojos castaños para jurarme mil cosas, y si sigues siendo tan linda, y aun posees el carácter y sonrisa de hace diez años; entonces te aseguro, apostaría, podría enamorarme de ti... y no ya de tu recuerdo.
Y en estas cosas pienso cuando ella pasa por el costado izquierdo del vehículo en el que me encuentro recluido voluntariamente a fuerza. Ni siquiera voltea a mirarme y es mejor así, pues se supone que debo pasar desapercibido para ella y los vecinos. Embelesado por su imagen y presencia me doy cuenta que Liliana es ya toda una mujer, más linda que guapa, más risueña que cosmopolita, y todo eso confirma mis sospechas: ella tiene todo lo que siempre he buscado, y más. Miro cómo abre la puerta de su casa, y se pierde en el interior.
Justo en el momento en el que su puerta se cierra y de nuevo me encuentro solo en esa calle, suena mi celular. Con pesar descubro que la llamada es del Comandante Fernández, mi jefe inmediato. Le informo que en cinco horas la única persona que ha entrado en esa casa es Liliana Castillo, la hija única de la familia, y que fuera de eso, nada raro ha pasado en el número 42. Recibo órdenes de actuar inmediatamente.
¿Y ahora qué hago? En qué maldito instante de incoherencia mental acepté esta misión secreta. Se dice que en ese inmueble, en su casa, se trafica droga. Podría entrar y comprobar que todo eso no es más que sospechas, o bien, dar con algo sospechoso y arrestar a todos los presentes, incluida ella. Es desesperante. De cualquier manera no puedo presentarme en su vida después de tanto tiempo para decirle que alguien de su familia es traficante de drogas. ¿O ella estará al tanto de la situación?. Soy un imbécil pretendiendo volver a enamorar a Liliana con una sorpresita como esta. ¿Qué derecho tengo yo de arruinarle la vida y condenarle a un futuro incierto en el que ella y los suyos muy probablemente sufrirán?. Con cautela saco la pistola que está debajo de mi asiento y corto cartucho. Guardo mi identificación de la AFI en el bolso trasero del pantalón y me juro que después de esta detestable tarea lo mejor será buscarme un trabajo más común.
Mirando fijamente su casa bajo del auto. Lejos de pensar en la manera de entrar y encontrar cualquier indicio de estupefacientes, lo único que en realidad tengo en la cabeza es si ella está soltera, tiene novio o peor tantito, esposo. Uno no debería pensar en estas cosas antes de arrestar a alguien, y mucho menos, sentir celos de nada. ¿Tengo derecho de complicarle la vida? Claro que no, antes preferiría mentirle a las autoridades policíacas. Le debo el cariño que sin interés alguno me brindó; y también, una disculpa por haber sido tan ciego. Por eso vuelvo a subir a ese Datsun y abandono mi ‘posición de espía’. Arranco y me alejo pensando en un buen pretexto. De seguro diré que en aquella casa no encontré nada y que lo mejor será buscar otras líneas de investigación. Siempre me quejé de la corrupción y ahora caigo en lo mismo. Ni modo, compréndeme Dios, no tengo ningún derecho a complicarle la existencia, y en cambio, sí lo tengo de librarla de este problema. Cuídate Liliana, estamos a mano.