martes, 18 de septiembre de 2012

El bosque de Aokigahara



Cuando era niño, mi papá siempre me contaba que mi mamá descansaba en el claro de un bello bosque, justo en las faldas de volcán Fuji, a unos kilómetros de Tokio. Yo la pensaba entonces recostada en una cama de piedra, intacta al paso del tiempo, como dormida en medio de aquella vegetación apacible.

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Todavía no cumplía los 5 años cuando dejé de ver a mamá. Desde entonces mis abuelos callan cada que les pregunto por ella. Se limitan a decir que murió en Tokio. Aunque han pasado quince años sus respuestas siguen siendo esquivas, al igual que las de mi padre, quien sólo se limita a mencionar el bosque al pie del Monte Fuji.

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Me llamo Santiago Valdez Chang. Mis papas se conocieron hace 23 años en Okinawa. Mi papá, que entonces estudiaba en Tokio, se enamoró de ella durante un viaje que hizo al interior del Japón, en un de sus periodos vacacionales. Fue tan intenso su amor, que cuando papá regresó a México le juró que volvería un año después y se casaría con ella.

Al año cumplió su promesa. Se unieron en matrimonio y vinieron a vivir a México. Años después, fascinados por las cosas que mi madre les contaba de su nueva patria, llegaron mis abuelos maternos quienes también se instalaron en este país. Poco después nací yo. Fueron años felices.

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Nunca supe por qué mi mamá no tiene una tumba en dónde poder visitarla. A veces me haría tan bien poder llevarle flores. Fui creciendo y fui creyendo menos esa historia del bosque donde descansa mi mamá, o quizá sólo dejó de importarme.

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Cada vez me asfixia más el mundo. A mis veinte años he perdido interés en estudiar. El amor no ha sido hecho para mi y en casa tengo cada vez más problemas. No me encuentro cómodo en ningún lado y cada día que pasa me pesa más estar vivo. No sé lo que me pasa, pero cada día se me hace un infierno. Nadie entiende que esta tristeza me quema por dentro.

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Esta tarde quedó marcado mi destino. Parece idiota que todo me haya cuadrado de esta manera: leyendo el periódico. Así me enteré de la existencia del bosque de Aokigahara y de lo que desde hace siglos pasa ahí. Ante mi papá y mis abuelos haré como si no supiera nada. Juntaré dinero, ordenaré mis documentos, y en unos meses me iré a Japón en busca de mi madre. Quiero encontrar la paz como ella hizo.

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Una mañana de junio Santiago no volvió de la Universidad. Arturo lo esperó toda la tarde y parte de la noche. Cuando comenzaba a preocuparse, Pablo, el mejor Amigo de su hijo, llegó hasta su casa y le entregó un sobre cerrado.

- Es de Santiago, me pidió que se lo trajera a esta hora.

Sin decir nada más Pablo se retiró.

Arturo se sentó en el sillón. Si su hijo le había mandado una carta quería decir que estaba bien. Quizá tenga algún problema y le de pena tratarlo de frente conmigo, pensó. Abrió lentamente el sobre, leyó la carta y sintió una profunda opresión en el pecho. Comprendía lo que pasaba, y la urgencia de tomar el primer vuelo hacia Tokio. Tenía el tiempo en contra.

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Mientras volaba en el avión y transcurrían lentas las horas, Arturo leyó una y otra vez la carta de Santiago. Tantas que hasta la memorizó. 

Papá:

Finalmente entendí porque la melancolía se dibujaba en tu rostro cuando en mi infancia me hablabas de aquel bosque ubicado en las faldas del monte Fuji. Leyendo un reportaje supe por qué este sitio es tan tristemente celebre. Me enteré que cada año acuden a él decenas de personas con la intención de suicidarse, que es común encontrar personas ahorcadas en las ramas de los árboles, envenenadas por una sobredosis de pastillas o auto mutiladas.

No hace falta que me mientan, recuerdo que mis abuelos solían referirse a la tristeza de Mamá, esa que ahora sé, fue a ponerle punto final al bosque Aokigahara. Lo peor es que ahora me siento igual que ella. Simplemente quiero dejar de vivir. Algo atormenta mi interior, una angustia de la que sólo me libraré en ese bosque. Después de todo, no puede hacerse nada contra los genes. Perdóname papá, no hay nada que puedas hacer para ayudarme a salir de esta obscuridad que también venció a mamá. Por favor, no vayas en mi búsqueda, no llegarás a tiempo, y en el caso de que lo hagas, no me encontrarás.

Confórmate con saber que mamá y yo viviremos en el mismo bosque. Cuídate y cuida a los abuelos.

Te quiere, Santiago.

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Cuando Arturo llegó a Tokio era medio día. El clima estaba nublado  No perdió tiempo. Rentó un automóvil y salió con rumbo al bosque Aokigahara. Bastaron un par de horas para que llegara a su destino. Gracias a los años de convivencia con sus suegros, dominaba a la perfección el japonés, y pudo preguntarle a los pocos lugareños por su hijo. Nadie lo había visto.

Cerró bien el auto y se internó en el bosque. Durante un par de horas deambuló entre árboles, subiendo y bajando por pequeñas colinas y rocas volcánicas, encontrando la vegetación cada vez más cerrada. De vez en cuando se topaba con letreros que le pedían a los posibles suicidas reconsiderar el quitarse la vida. Arturo rogó que Santiago hubiera leído esas palabras. También se cruzaba con cinta de aislar y advertencias policíacas de no avanzar, mismas que ignoró para seguir su desesperada búsqueda.

Después de proseguir una hora más, la atmósfera comenzó a llenarse de una densa niebla. Arturo, ya cansado, caminaba con dificultad. A lo lejos vislumbró lo que parecía ser una persona de pie. Al acercarse vio con terror que se trataba de un hombre ahorcado. No era Santiago. Pasó de largo. Se toparía otras tres veces con el mismo espectáculo. Ninguno de ellos era su hijo, pero todos conservaban el mismo rostro de dolor en sus rostros cadavéricos.

Comenzó a caer la noche cuando se topó con otros restos humanos. Desesperado por no dar con su hijo rompió a llorar en ese bosque maldito, el mismo en el que un día su esposa se quitó la vida, y en donde ahora él y su hijo estaban perdidos.

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El bosque de Aokigahara, también llamado 'Bosque de los suicidas' tiene una extensión de 35 kilómetros cuadrados. En el siglo XIX, la hambruna y pestes por las que atravesaba Japón hacia que los y niños y ancianos de las familias más pobres y sin recursos para mantenerlos, fueran abandonados a su suerte en el bosque. Desde entonces este sitio ha sido marcado por la desgracia. Se dice que en el habitan demonios de la mitología japonesa. En los últimos setenta años, centenas de personas se han suicidado en su interior.

Cada año, el gobierno designa patrullas especiales para que entren al bosque en busca de los cadáveres olvidados.

10 meses después de que Arturo entró al bosque fue encontrado su cuerpo. Estaba colgado por medio de una cuerda formada por los cordones de sus propios zapatos y trozos de ropa. A su lado fue hallado otro cadáver que no mostraba señas de suicidio y según los médicos forenses debió haber muerto de hipotermia y desnutrición varios días después del deceso del hombre ahorcado.

Después de varios tramites, el consulado mexicano identificó ambos cuerpos.

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Santiago nunca tuvo el valor de sus padres.

Gabriel Revelo
Septiembre del 2012 

5 comentarios:

Anónimo dijo...

hola esta padre, pero también triste y espeluznante. Me encanto.

gabriel revelo dijo...

Gracias :)

mrpks dijo...

se me hace muy interesante la fluides y talento con el que escribes, soy fanatico de la literatura mexicana pero de escritores no tan populares que manejan generos complicados a su antojo, creando mundos y atmósferas caprichosas, pero en eso no esta lo interesante, lo interesante está en las conductas humanas que mezclas en ellas me parece por lo breve de tu relato que tienes ese perfil.
espero se le entienda a mi comentario pues lo escribi desde mi telefono y estoy en mi hora de comida y ya regreso a trabajar .
A. Napoles

gabriel revelo dijo...

MRPKS: muchas gracias por tu comentario, creo que es más de lo que merezco. te agradezco que lo hayas leído. qué bueno que te gustó. Un afectuoso saludo, vuelve cuando quieras.

Anónimo dijo...

Hola, me parece una historia interesante y bien redactada. La única crítica que podría hacerte es que Chang es un apellido chino, no japonés.