Partiré confesando algo que quienes me
conocen saben muy bien: odio ir de compras.
Eso de andar viendo ropa, probármela,
hacer filas, ser atendido por vendedores engorrosos, hacer cola para pagar… y
todas las cosas que conlleva el arte del ‘shopping’ me parece una tortura. Si
eso siento cuando voy a comprarme ropa para mí, imaginen cuando sólo voy de
acompañante y de antemano sé que no gastaré ni un centavo en mi persona.
Supongo que este mismo sentimiento lo
comparten la gran mayoría de los hombres. Salvo claro, la comunidad gay y los
metrosexuales, para quienes ir de compras es igual o hasta más maravilloso que
para las mujeres.
Tras aclarar que ir a las tiendas
departamentales a renovar el guardarropa no es lo mío, muy probablemente entiendan
mi martirio al saber que vivo rodeado de mujeres, lo cual hace que a menudo me
vea en la necesidad-obligación de acompañarlas cuando van de compras.
Por eso, cuando hace unas semanas mi
hermana y mi novia se aliaron para pedirme que las llevara a conocer una nueva
tienda recién abierta en Centro Santa Fe, supe que iba a sufrir. En primer
lugar, porque ese centro comercial está ubicado a una distancia considerable de
mi casa, lo que implica atravesar la ciudad para llegar. En segundo lugar,
porque ir con ellas significaba pasar por lo menos dos horas de mi vida en un
sitio en el que me aburro enormemente.
Pero como soy buena persona, acepté ir.
Llegamos un sábado por la tarde. Una vez
en el centro comercial, sin hacer más escala nos dirigimos a la dichosa tienda
que según dicen, está de moda entre las feminas: H&M.
El impacto inicial fue devastador: la
entrada a ese local comercial tenía una gran fila para acceder. Aquello parecía
un antro exitoso, de esos en los que todo mundo desea ingresar, y cuyo cadenero
vigila sigilosamente la entrada.
Tuvimos que formarnos. Rogando que el
destino fuera tan amable de permitirnos ingresar a la dichosa tienda a gastar
el dinero que no nos sobra. Cuando por fin avanzó la cola y nos dejaron entrar,
quien escribe estas palabras ya estaba un poco malhumorado. Sin embargo aguanté
vara como los machos, pues así somos los hombres que amamos.
En su interior, la tienda H&M tiene
tres pisos, escaleras eléctricas que conectan cada una de sus plantas, una gran
zona con ropa femenina, un espacio mucho más pequeño para las prendas
masculinas, y otro espacio igual de ‘chirris’ con vestuario infantil. En las
paredes del fondo, unas pantallas gigantes proyectan imágenes de muchachas en
ropa interior que lujuriosamente giran la cabeza una y otra vez. Al menos uno
se da un taco de ojo en medio de aquel sitio de inframundo.
Hay mucha ropa por todos lados, de todos
los estilos y colores, y sobre todo, una muchedumbre de mujeres que van de un
lado a otro, alterando la salud mental de los pobres acompañantes de sexo
masculino que osamos ir a ese sitio infernal.
Mujeres descolgando ropa por aquí,
botándolas un rato después por allá, yendo y viniendo, celebrando el hallazgo
de alguna prenda o muy bonita o muy barata, mentando madres porque no
encuentran la talla que quieren, probándose decenas de prendas aunque no vayan
a comprarse nada.
Y lo peor, es lo que uno sufre. Cargando
kilos de ropa para que media hora después te digan ‘no quiero nada de eso,
déjalo donde puedas’; o no sabiendo qué contestar cuando te piden una opinión,
como si desconocieran que tus conocimientos de moda son nulos; ni que decir de
la pregunta ‘¿y tú qué te vas a comprar’?, cuando la verdad es que nada en esa
tienda te llama la atención y lo que en realidad quisieras comprarte es la
nueva camisa de tu equipo favorito de futbol.
Cuando finalmente parece que el martirio
terminó y las mujeres con las que vas deciden qué se comprarán, viene aguantar
una fila inmensa para pagar. Tiempo perdido en el que todos a tu alrededor
platican contentos sobre las novedades que encontraron, sin que adviertan la
endeudada que se están poniendo.
Luego vino el bendito regreso a casa. Un
momento tranquilo en el que repentinamente escuché ‘pues la verdad, no me gustó
la tienda’, o ‘la ropa estaba bastante corriente, muy simple’. Puntos de vista
que contrastan con la cantidad de bolsas llenas de ropa que traíamos en la
cajuela.
Cuando les cuestioné el por qué compraron
cosas, si la tienda no les había gustado, la respuesta fue unánime: ‘porque ya
estábamos ahí, ni modo de no comprar nada’.
Y así es mi sufrimiento cada que cumplo
con mis deberes de novio en esos valles de lagrimas llamados ‘tiendas de ropa’.
El calvario es eterno, nunca llega a su
fin. Cuando no son inauguraciones de tiendas, son ofertas navideñas o ventas
nocturnas. Estas últimas, por cierto, las padecí el pasado fin de semana,
cuando llevé a Tania a que se probará zapatos. ‘No me compraré casi nada, sólo
voy a ver’, dijo cuando íbamos en camino. Tres horas después salimos del lugar
con seis pares para ella.
2 comentarios:
jaja, te hubieras ido a ver una película mientras...
no pensé que siguiera tan atascada...
Hombre del traje gris: No se me ocurrió lo de ir al cine, pero lo tendré en cuentra para los próximos días, con eso de que es temporada navideña, seguramente me esperan "más días de compras". Un abrazo.
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