sábado, 30 de octubre de 2010

Viaje al Tlalocan


En la antigüedad la majestuosidad de México se veía reflejada en las imponentes construcciones de la gran Tenochtitlan. En sus inmensas calles, mercados y gente emanaba una profunda paz, reflejo de una sociedad en pleno esplendor.

Tiempo que corre como el río, hasta verse detenido por una gran roca llamada destino. Años que se verían rotos sin motivo aparente. El equilibrio de esta sociedad estaba a punto de ser interrumpido. Desde la costa llegaban rumores acerca de un grupo de hombres barbados mitad hombres y mitad animal, que se acercaban peligrosamente destruyendo cuanto pueblo encontraban a su paso. En las elites del poderío azteca, comenzaron los preparativos para el encuentro. La calma de la ciudad desaparecía, para dar lugar a tiempos de guerra y muerte.

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Llanto en el cielo, sangre en la tierra, dolor en el orgullo. Ante la llegada de los invasores, desde Tenochtitlan comenzaron a sonar tambores de guerra, su sonoridad surcaba el cielo de aquel hermoso valle. ¿Qué querían esos hombres?, ¿De dónde y por qué vinieron a interrumpir la majestuosidad del imperio náhuatl?

Pronto los enfrentamientos comenzaron. La gran ciudad se hundió entre las sombras del sufrimiento, tiñendo sus calles de sangre, llenando sus templos de consternación y angustia. Lucha fuerte, ardua, cruel, despiadada, casi apocalíptica. Las armas de aquellas personas de brillante armadura eran contrarrestadas por la habilidad de combate de los caballeros tigre y águila, y por la valentía de un pueblo, que ante todo, defenderían su identidad y costumbres.

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Con dolor, Mixcoatl, observa como su pueblo pierde batalla tras batalla, y es que, a pesar de pelear valientemente, su esfuerzo era en vano. Se sentía agotado, pero sobretodo impotente, al ver como todos sus hermanos caían en combate. En algún momento se encuentra con un anciano maltrecho y agonizante, que valientemente se acerca a consolarlo diciendo:

Anciano: Muchacho, soy Xachil, pareces triste, ¿estás herido?

Guerrero: Un poco, de mí pierna... pero si así fuera... ¿qué más da?, todo está perdido.

Anciano: No lo creo así. Aunque efectivamente estás herido, el dolor proviene principalmente de tu espíritu.

Guerrero: Tengo miedo... miedo de perder a todos mis seres queridos, miedo de morir, de lo que vendrá.

Anciano: Créeme, no debes tener miedo, cuando los hombres mueren, en realidad no perecen, sino que de nuevo comienzan a vivir, casi despertando de un sueño, y se vuelven en espíritus o dioses. Permíteme hablarte, sobre la muerte...

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Anciano: La vida muchacho, no es más que un paso antes de entrar al Mictlan, o en el mejor de los casos, al Tlalocan.

Guerrero: Por favor anciano, esas no son más que leyendas que se le cuentan a los críos para asustarlos.

Anciano: Entonces prefiero ser un crió, a pensar que nuestra existencia finalizará hoy. Sé que el temor invade tu cuerpo, pero debes estar convencido que pase lo que pase, habrá un futuro, glorioso o triste, eso depende de lo que hicimos en nuestras vidas.

Guerrero: ¿Qué quiere decir?

Anciano: El Tlalocan, es el paraíso de nuestro señor Tlaloc, y está destinado para las personas de corazón puro. El otro es el reino de Mictlantecutlí.

Guerrero: Hábleme de ese sitio, por favor.

Anciano: Dicen que el Mictlan, es el lugar en donde se une el mundo de los muertos, con el mundo de los vivos. Para llegar hasta allá, hay que atravesar por una gran cantidad de obstáculos formados por dos sierras, protegidas por dos gigantescas criaturas, una serpiente, y una lagartija verde, después, hay que atravesar por ocho desiertos, ocho cerros, una zona de vientos helados, que arrojan cuchillos de obsidiana. Por último cruzaban un ancho río llamado Chignahuapan en el lomo de un perro rojo. Si eres capaz de cruzar todo esto, las almas se encuentran con Mictlantecuhtli, el dios de la muerte, que les asigna una zona en el Mictlan. Coatlicue, la diosa de la vida y la muerte, así lo quiere.

Guerrero: Coatlicue... nuestra madre.

Anciano: Muchacho, nuestra madre, nos asegura que todo lo que muere, vuelve a renacer en la magia del universo, en el verde de los campos, en el azul del cielo, en la vida del maíz, todo es un ciclo.

Después de decir esto, el anciano murió.

Guerrero: Xachil... Xachil, no mueras... aún tienes que hablarme sobre el Tlalocan.

Sin embargo, el anciano no dijo más. Aunque en el alma de Mixcoatl, hubo una transformación. Ya no había temor a la muerte, solo un deseo inmenso de luchar y aprovechar la vida.

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Mixcoatl continuó luchando valientemente, entregando toda su energía y deseos. La batalla duró horas, y sonriendo, observó como empezaba a ser ganada por su gente. Tiempo después, los invasores se retiraron. Aquella ciudad en ruinas, se convirtió en testigo silencioso de los últimos latidos del corazón. Sentía perder sus fuerzas. La vida se le escapaba segundo a segundo en cambio, pero su alma irradiaba paz y tranquilidad, sabía que su existencia había valido la pena y que quizá, su pueblo podría vivir en paz ...
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... de pronto, abrió los ojos y fue testigo de un espectáculo maravilloso. Aunque aun no sabía dónde se encontraba, todo era perfecto. Entonces escucho una voz. Al voltear se dio cuenta que Xachil estaba allí.

Anciano: Te lo dije muchacho, bienvenido al Tlalocan.

Después de esto, ambos se convirtieron en estrellas y desde ese día, vigilan el firmamento.



Gabriel Revelo
2002

Fragmento del cuento ‘¿Qué es la muerte?’, transmitido el 28 de octubre de 2006 dentro del programa ‘Conociendo La Otra Ciudad’ de Radio Chapultepec 560AM.

lunes, 25 de octubre de 2010

Volverse Ñor

Estaba el otro día en Facebook, cuando me encontré con esta imagen en los perfiles de una de mis amigas de la universidad:


Así no eran, ¿pues qué les pasó? De ser unas muchachas alegres se convirtieron en señoras, o bueno, no es que se volvieran, pero sí lo parecían. Tan perplejo quedé, que seguí husmeando en las imágenes de otros de mis contemporáneos. Al final me deprimí. La gran mayoría habían cambiado.

Recuerdo como si fuera ayer mis últimos días en la Universidad. Todos éramos tan jóvenes, tan modernos y tan actuales, que hoy, a seis años de distancia me cuesta trabajo creer que la gran mayoría de compañeros de mi generación han sufrido el fenómeno conocido como: volverse señor(a). No hay duda, el tiempo afecta a todos de maneras diferentes. Siempre lo sospeche, pero a últimas fechas se me ha ido confirmando más gracias a diversos artilugios tecnológicos como el Facebook, que me permite darme cuenta de la dramática transformación que muchos han sufrido.

Empecemos por definir qué es eso de ‘volverse ñor’, fenómeno que ocurre cuando uno comienza a vestirse y actuar como persona seria, madura, responsable, en fin, un señor. No lo confundamos con llenarse de arrugas o canas, no, esto de volverse ñor tiene que ver más con la actitud ante la vida. Quizá tú, amiguito, ya sufriste esta transformación y ni cuenta te has dado. Si haces reuniones cuyos invitados sólo son parejas muy estables y matrimonios, te estás volviendo ñor. Si vistes con pantalones de vestir y calzas zapatos, te fajas la camisa y usas charras elegantes de piel, te estás volviendo ñor. Si eres mujer y vas al salón de belleza a que te hagan cortes y peinados esponjados, te estas volviendo ñora. Si dejas de estar al pendiente de las novedades tecnológicas, de tu equipo de futbol, de los programas de la tele, si ves VH1 o vas por tu gusto a restaurantes de comida corrida, te estás volviendo ñor.

A mí no me ha pasado. Trato de vestirme como me gusta y no como se supone que debería. Uso mis playeras del Atlante, mis Converse viejos y mugrosos, pantalones de mezclilla, chamarras Adidas y cualquier cosa digna de un muchachón juvenil y radiante como yo. Sigo hablando de caricaturas, juego con mi perro Margarito y hago voces raras cuando se me da la gana. Me gusta no tomarme en serio. Vamos, hasta me ofendo cuando en los restaurantes los meseros se refieren a mí como ‘señor’. Me llevó mejor con los niños y adolescentes de mi familia que con ‘los grandes’, en las reuniones de ex alumnos o en reuniones de amigos me aburro si empiezan a hablar de sus vidas de casados o de hijos. Esta aberración a volverme responsable y señor debe tener su origen en que mi papá nunca se hizo grande. El papel de adulto nunca le quedó y eso me hizo muy feliz. Era bromista, alegre, se vestía como le venía en gana y siempre se vio más joven de lo que era. No conocía la pena y siempre hacía el ridículo. Por eso no conozco mejor cumplido, que cuando dicen que me parezco a él.

No quiero hacerme ñor, haré todo lo posible para evitarlo. Tampoco vestiré a mis hijos como ‘señores chiquitos’ desde temprana edad. Si muchos son felices así, bien por ellos, pero yo no quiero perder la frescura que siento, aun conservo en mi vida. "Creceré pero no me haré grande, eso lo que haré".

miércoles, 20 de octubre de 2010

500 pesos


A mi sobrino Juan Carlos suelo verlo muy poco. Serán unas tres o cuatro veces al año cuando mucho, siempre en eventos o reuniones familiares. Alto, cabello castaño. Dicen que está guapo, yo no sé de esas cosas. A sus 24 años dicen, ha tenido una vida dura, agitada, cruel. Su papá cayó preso cuando Juan apenas era un niño. Juan casi no conoció a su papá, éste murió en prisión supuestamente debido a una neumonía, versión que hasta ahora, muchos ponen en duda. Toda su vida Juan vivió con su madre. Nadie sabe dónde extravió el camino, ni porque la vida lo llevó desde muy joven a verse implicado en problemas de drogas y delincuencia. Varios familiares intentaron ayudarlo dándole trabajos y consejos. Lo último que supe de él, fue que ya estaba regenerándose y había entrado a la policía.

Jamás esperé que nuestro próximo encuentro se daría el pasado domingo por la mañana. Eran las 11 de la mañana y aun en piyama veía la televisión. Sonó el timbre. Con sorpresa vi que era Juan Carlos. Un taxi lo esperaba. Me pidió permiso para usar el teléfono y lo hice pasar. Parecía que apenas venía de la fiesta, traía los ojos algo rojos y se notaba nervioso. Una vez dentro, ni siquiera volteó a ver el teléfono, se dirigió hacia dónde estaba y muy serio me dijo:

- Bueno pues, para que me hago tonto. Tú sabes los problemas en los que siempre he estado metido. Drogas, delincuencia. Hoy me corrió mi mamá de mi casa, fui a ver a mi tío (…) y de plano me corrió y me dijo que no me quiere volver a ver. Nadie me ha querido ayudar, no sé dónde voy a pasar esta noche y la verdad estoy metido en un problemón. Debo mucho dinero, y si no lo pago hoy me van a matar. Lo único que quiero es salir de esta bronca y largarme de la ciudad. Tú ya viste, afuera está un taxi esperándome. No sé qué hacer. Entonces quería ver si podrías ayudarme con algo, de verdad lo necesito. Sé que no somos muy unidos, pero necesito conseguir el dinero...

¿Qué contestar después de esto? Después de unos segundos de incomodo silencio, sólo se me ocurrió decir:

- Mira… sólo tengo 20 pesos. Lo cual no era mentira, sino una verdad a medias. Como recién había pasado la quincena, sí tenía dinero, pero no cambio

Juan Carlos me miró con cara de ‘no mames’. Seguramente su deuda era mayor y yo ofreciéndole 20 míseros pesos. Él estaba desesperado, seguía hablando de sus problemas y de la situación insalvable en la que estaba. Comencé a intranquilizarme. No es que le tuviera miedo a mi sobrino, ni que pensara que él pudiera hacerme nada, pero tener una situación así en la sala de mi casa resultaba estresante. Entonces cometí lo que hasta ahora no sé si fue un error o un acierto: abrir mi bocota.

- Bueno… lo más, pero lo más que podría hacer… y fíjate, me dejarías ‘despelucado’ y sin dinero, sería darte 500 pesos. ¿te sirven?

Apenas mencioné lo que le ofrecía, su semblante cambió.

- Sí, me sirven mucho. Gracias. Es que mira, hasta traigo un cuchillo para asaltar a alguien si no consigo el dinero…

Y que saca un cuchillo oxidado y filoso de la bolsa izquierda de su pantalón. Sabrá Dios qué cara hice, pero Juan Carlos intentó tranquilizarme

- … obvio, no iba a hacerte nada. Eres familia y se han portado bien conmigo.

Juan Carlos me abrazó y entre agradecimientos prometió no volver a molestarme, que esa sería la última vez. No pude evitar percibir un fuerte olor a alcohol mientras lo tenía más cerca. Se retiró de mi casa y sólo alcance a decirle que se cuidara.

Después de ese encuentro pasé varias horas pensando en lo que había hecho. Me dolía haber perdido 500 pesos de esta forma. Suelo ser muy recatado y dudoso para gastar dinero. Antes de comprarme algo me lo pienso mucho, y ahora, de buenas a primeras perdía un billete de la nada. Ignoro que tan valido sea decir que malgasté el dinero, supongo que la respuesta la tendrá Juan Carlos. Quisiera que mi pequeña aportación sirva para que de una vez por todas pague su deuda y encause su vida. Por desgracia algo me dice que peco de optimista.

De cualquier manera, un buen porcentaje de la cantidad que entregué a Juan Carlos acabará engrosando las finanzas del narco y crimen organizado. A esa maquinaria maldita no le importa valerse de lo que sea con tal de fortalecerse. Acaba con la vida de miles de personas y la convierte en un infierno para quienes están cerca.

Desde el domingo hasta hoy le he contado mi anécdota a varias personas. Me han dicho que debo acercarme más a Juan Carlos y ayudarlo; otros me recriminan mi debilidad, haberle dado dinero de una manera tan sencilla. Seguramente ambas posturas tienen razón. Sigo recriminándome el haber sido tan cobarde y no haber hablado con él. Pude haberlo detenido de cualquier manera y dejé que se fuera. Desconozco que hizo con los quinientos pesos, si pago su deuda, dónde está pasando las noches o si asaltó a alguien… Perder mi dinero fue lo de menos.

Si vuelvo a ver a Juan Carlos quiero verlo recuperado, de lo contrario y por mucho que duela, prefiero no encontrármelo.

jueves, 14 de octubre de 2010

Por una maldita palomita de maiz


Me confieso fanático de comer palomitas de maíz en el cine. Si no lo hago, siento que me falta algo y que la experiencia de ver una película en pantalla grande no está completa. Las disfruto tanto que hasta puedo terminarme una cubeta solo. Uno jamás imaginaría que esas botanitas ricas y saladitas, blanquitas y suavecitas, pudieran ser capaces de hacernos el menor daño. Pues bien, aunque no lo crean, a mi una palomita me ha traído sufrimiento, dolor y mucha preocupación.

Mi triste historia comenzó a principios de éste año, cuando una tarde cualquiera, acompañado de mi novia fui a ver una película a la Cineteca Nacional (creo que fue Tokyo, pero no estoy seguro). Como siempre pedí palomitas y refresco en lata. Todo sucedía con normalidad hasta bien avanzada la película, cuando en un movimiento inconsciente pasé mi lengua por una de mis muelas y sentí un hueco inmenso. Aquel espacio vacío no estaba ahí unas horas antes. Por supuesto, me saqué de onda. A uno no le enseñan cómo reaccionar bajo circunstancias así. Al principio, a pesar de mi desconcierto, fingí tranquilidad. Volví a repasar con la lengua el hueco y me di cuenta que en efecto, me faltaba un pedazo de una de mis muelas inferiores de la izquierda. Lejos de preguntarme cómo había perdido media pieza dental, mi única interrogante era ¿y si huelo a muela podrida? Instintivamente seguí comiendo palomitas y fijando la mirada en la pantalla, aunque sin ponerle atención del todo. Al terminar la función no hablé hasta que fui a la dulcería y compré unas Halls. Ya con más confianza, todavía fui a cenar unos tacos.

Pasaron los días, las semanas y los meses. Como buen mexicano no hice nada para resolver el problema de la muela rota y pensaba que algún día las cosas se solucionarían solas... total, si no me dolía ni nada, no tenía por qué preocuparme. No negaré que sentir un hueco en mi dentadura era algo raro, pero no era un asunto de vida o muerte. Para desgracia de mi conchudez, esa muela empezó a dolerme hace unas semanas. Las primeras veces fingí demencia y sufrí en silencio. Poco a poco fue aumentando hasta volverse una gran molestia.

Mi plan no era ir al dentista, pues pocas cosas me dan tanto miedo como los odontólogos. Reconozco que soy bien maricón para estas cosas, pero llegué a un punto en el que mi situación era insoportable. Ni hablar, no me quedó de otra más que sacar una cita y esperar una cura milagrosa. El día llegó. Año y medio de mi último chequeo, volví a pisar un consultorio dental. Después de un chequeo rápido, el doctor me dijo que tenía mi muela fracturada. Le conté lo del cine y sin sorprenderse, me contó que aquello de romperse dientes al comer palomitas era muy común.

A lo largo de quince días el dentista desgraciado me hizo una curación y después protegió mi muela con una incrustación de metal, motivo que por cierto, no me hizo la menor gracia. Según yo, eso de traer dientes dorados y cosas metálicas en la boca es de gente pobre y vieja, no para un muchacho joven y carismático como yo. Al menos, esa pieza horrible y dorada en mi muela no se ve a simple vista. Ahora me siento Robocop, maldita sea. Por desgracia, lo peor no fue eso, ni que me haya encontrado otras dos caries pequeñas. Lo verdaderamente malo es que en una de mis consultas, el doctor (alias viejo fastidioso) descubrió que me está saliendo una muela del juicio. Inmediatamente mandó a que me sacaran radiografías y salió esto:



Esto que parece una mazorca chueca es mi dentadura. Se supone que dos molares inferiores están a nada de salir fuera de lugar y provocarme un gran problema. El dentista me dice que se requiere hacerme una cirugía para abrirme la encía y extraer las piezas. Que estaré incomodo un buen número de días y que al principio no podría ni hablar. En otras palabras: me espera una chinga.

Esta tarde de nuevo fui al dentista, aunque la operación aun no tiene fecha, el peso del destino ya me abruma. La última vez que me dio por huir de lo impostergable fue precisamente antes de una extracción dental. Pero ahora es peor, se trata de una canija operación a la que siempre le hui. Por lo pronto, a gozar antes de que me cargue la fregada. Lo que más coraje me da, es que todo pasó por culpa de una insignificante palomita de maíz. A ella le debo haber ido al dentista, tener mi muela dorada y una dolorosa e incómoda cirugía. En estos momentos cientos de personas comen palomitas de maíz sin saber del peligro que corren. Mínimo, las bolsas del cine deberían traer una leyenda de advertencia como ocurre con los cigarros.

Mañana iré al cine y sí, compraré palomitas. No aprendo.

martes, 5 de octubre de 2010

¿Por qué, Señor, has callado?


“En un sitio como éste, las palabras no sirven. Al final, sólo
puede haber un terrible silencio, un silencio que es un llanto del corazón a
Dios: ¿Por qué, Señor, has callado?¿Cómo pudiste tolerar esto? ¿Cómo pudo
permitir esta eterna matanza, el triunfo del mal?

Nuestro silencio se
convierte en cambio en un pedido de perdón y reconciliación, un llamado para que
Dios no permita que esto vuelva a ocurrir”


-Papa Benedicto XVI,
en su visita el 28 de mayo de 2006 al campo de concentración nazi de Auschwitz en Polonia.


… leo estas palabras y advierto un pequeño cambio (o acaso advertencia) sobre el silencio de Dios hacia nosotros. Quizá nos éste hablando más que nunca, basta ver los noticieros. Lo malo es que ni así lo escuchamos.